30 enero 2014

Flujo




Basado en  The Vein / Magma , creado por Dvein . Una nueva colaboración en los Viernes creativos de El bic naranja

Nada fluye y, sin embargo, nada está en calma.


Es cierto que tu piel ya muestra ciertas marcas, más acusadas por el ceño y la frente, la zona por donde ese flujo contenido debería escapar y no lo hace; pero aparte de eso, tu rostro es de gran belleza y transmite serenidad.


Nada fluye, pero algo, en cambio, debería fluir.


Cuando desaparece tu sonrisa y tus ojos se concentran en un punto, se empaña el azul en tus pupilas y se empieza a contraer tu frente, tus labios se entreabren para murmurar palabras ininteligibles y las manos registran un temblor leve que no recogen los sismógrafos.


Todo explota, de golpe.


Tu cara se convierte en una sucesión de máscaras grotescas. Se elevan brazos y manos, señala el índice hacia mis puntos vitales, tu pelo se encrespa. Las frases reprimidas se agolpan en tu boca y las escupes con fuerza, mezcladas, repetidas, inconexas a veces, y unas pasan cerca, otras salpican y las que más dan en el blanco.


Y ahora, fluye el magma.


Es de color amargo y de sabor salado. Deja surcos en tu piel y más adentro. Arrastra los restos de maquillaje y los esparce, dejando dibujos inexplicables. Grabados que no significan nada. En el sillón, se reduce la frecuencia de los espasmos, se acumulan los pañuelos en la mesa baja, teñidos de un gris difuso.


Nada será igual bajo la faz de esta tierra.

Se ha secado el flujo externo y el interno se ralentiza, se remansa y pronto formará un lago helado y cristalino. Ahora vuelvas a transmitir la calma de un sueño dulce, pero sé que al despertar, cuando el jabón haga desaparecer los restos de maquillaje, aparecerán arrugas en diferentes lugares y tu mirada ya tendrá un brillo distinto.

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27 enero 2014

Pena máxima





Durante la clase poníamos los cinco sentidos en lo que estábamos haciendo. No bastaba con atender al maestro. Debajo de los pupitres bullía otra vida que no podías desatender si querías salir indemne al patio.


Lo primero que teníamos que vigilar era el bocadillo. En cualquier descuido volaba de su posición  y recorría varias filas, bajo las cuales era ajusticiado con saña por numerosos bolis subterráneos, quedando inservible para su consumo.


Con los envoltorios de esos alimentos construíamos las pelotas con las que jugábamos al fútbol en el recreo. Papel aprisionado, compactado y cerrado con varias capas de bolsas de plástico. Y si podías contar con algo de papel de aluminio, la consistencia mejoraba de forma muy notable y la pelota podía durar varios días. Todo el proceso se realizaba debajo de las mesas, invisible a los ojos del maestro, a quien imagino ahora no del todo ajeno al runrún de esos tejemanejes, aunque entonces nos sintiéramos burladores de su inteligencia.


El patio era un recinto al aire libre, encajonado entre paredes viejas y vallas maltrechas. El campo de fútbol, una extensión confusa de piedras mal rejuntadas, donde nos dejábamos las rodillas. De las dos porterías, una estaba delimitada por tres líneas de cal trazadas en una pared medianera, mientras que la otra, era el espacio entre dos pilares.


Nuestros rivales eran los de la clase de al lado, otros chavales a los que sólo el azar, quiero pensar, les había otorgado otros pupitres y diferentes maestros. Esa misma suerte inicial convertía a posibles amigos en enemigos encarnizados en un terreno de juego compartido además por niños de otros cursos.


En esas circunstancias, los partidos eran caóticos y los tanteadores, abultados. La polémica casi siempre aparecía y se resolvía la mayoría de veces a golpes y empujones. Yo era, por aquel entonces, un chico flaco y ágil, pero algo torpe con los pies. Se me daba bastante mejor jugar de portero.


Se ha escrito mucho sobre la soledad del arquero, la responsabilidad de ser el último en evitar un gol en contra. No sé si sabría describiros el miedo que sentía entonces, cubriendo la portería. Un fallo podía suponer perder un partido y eso era algo difícil de perdonar: las burlas del enemigo y los reproches de los amigos corrían escaleras arriba, hasta la clase, y duraban, al menos, hasta el siguiente recreo.


En algunas ocasiones, el partido se decidía de penalti en el último minuto. Recuerdo que ellos tenían un especialista, un chico rubio de ojos azules y mirada germánica. No solía fallar nunca. Se colocaba frente al balón y te ejecutaba directamente con los ojos. Su cara no reflejaba duda ni piedad. Te retaba a que mantuvieras el pulso de su miraba, mientras colocaba la pelota lejos de tu alcance.


Con el tiempo aprendí a mirar a los pies mientras el delantero lanzaba, a evitar la hipnosis y el engaño del jugador contrario. Para entonces, comenzaron a aparecer por el patio las chicas, ajenas a nuestras vidas durante los seis primeros años, aisladas de nuestros juegos por un pasillo que nos prohibía mezclarnos. A partir de entonces, fueron cambiando las costumbres y los juegos, pero no dejaron de darse situaciones en las que la victoria y la derrota se decidía con alguna variante de esa pena máxima.


Me temo que, para entonces, ya tenía costumbres y tardé demasiado en aprender de nuevo a levantar la mirada de los pies a los ojos, aunque encajara así bastantes más goles.

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23 enero 2014

Días contados




La foto es de Caras Ionut. Escrito para los Viernes creativos del blog Escribe fino, de Fernando Vicente. 


Cuando cae la tarde, la niebla procedente del río espesa la atmósfera, anticipando la noche. Antes de que eso ocurra, me fumo el último y de paso descanso. Me quedará otra media hora antes de volver a casa. Después del amago de infarto, llevo a rajatabla la dieta baja en sal y el paseo diario; pero no consigo dejar el tabaco.

La vida me está robando muchos de sus alicientes, me digo, mientras ella pasea alrededor de mí burlándose. En el tiempo que estoy sentado, han pasado varias parejas abrazadas por el frío. Después, un muchacho me ha dejado las flores y se ha marchado cabeceando. Son tulipanes rojos, los mismos que le regalaba a Teresa en cada aniversario.

Podría llevarlos a casa y ponerlos en un búcaro, como hacía ella o arrojarlos a la papelera, pero lamento que hayan sido cortados para nada. Todo debería tener una utilidad, medito, aunque yo sienta que ya no tengo ninguna. En casa me esperan verduras hervidas y jarrones vacíos. Las sábanas frías de una cama demasiado grande. Los tulipanes merecen otra cosa: una chica ilusionada o una madre feliz. Marchitarse en bonitos recipientes sin polvo o a los pies del monumento a un héroe local.

He arrojado hace un rato la colilla, pero no me decido a levantarme. Pienso en los pasos contados hacia mi casa, en los días restantes hasta mi muerte, en las horas que faltan para que caigan los pétalos de las flores. El tiempo acotado.

Cae la bruma y comienza a oscurecer. Las flores lucen todavía más hermosas. Ellas quizá también sepan que ha iniciado su ocaso.


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20 enero 2014

Demasiado tarde





Soy capaz de recordar el sitio exacto donde dejaba la toalla, su forma de colocarla, cómo se dejaba caer encima y se quedaba abrazada a la arena y el sol. Cómo se levantaba y su forma de deslizarse, más que caminar, hacia el agua. Su culo, la raya del bikini, su mirada soñadora cuando volvía al sitio y las gotas de agua que lamían su cuerpo despacio, evaporándose.


También los largos paseos por la orilla, la nada disimulada competencia entre Andrés y yo, alardeando de méritos reales o inventados. Su eterna sonrisa al oírnos, su ironía provocadora. Y sus pies menudos que siempre recorrían la línea donde mueren las olas, dejándonos a los dos, torpes y descolocados. El esfuerzo tremendo que tenía que hacer para evitar que se me notara en el bañador que estaba pensando en ella.


Es curioso que retenga mejor esos recuerdos, que aquellos más placenteros, a la luz de la luna, donde todas las gotas eran de sudor y las palabras no salían de nuestras lenguas entremezcladas; pero imagino que unos son el alimento de los otros. Por eso, cuando dejo la toalla en el sitio donde antes ella la dejaba, cuando recorro el trayecto hasta la orilla y dejo que sean mis pies los que pisen la fina línea donde terminan las olas, tal vez sea el inconsciente recuerdo de mi mano traspasando la frontera de su ombligo la que evoque el resto de remembranzas.


Por desgracia, olvido la prevención que antes tenía, cuando avanzaba a su paso, casi rozando su cuerpo, y me esforzaba en pensar en buques naufragando, en huellas de tortuga o botellas sin mensaje. Lo olvido, hasta que la sonrisa de alguna chica se cruza conmigo y ya es demasiado tarde.

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13 enero 2014

Evangelistas





De repente creí ver a Mateo, Marcos, Lucas y Juan, mis cuatro gatos evangelistas, allí congelados, dentro de bolsas herméticas, con sus cuerpos rígidos y esa mirada de odio perpetuo que les queda a algunos animales muertos.


Ví que me miraban así, acusándome de alta traición, o cuando menos de complicidad en algún crimen que yo no había cometido, que nadie había perpretado. No conseguí alejar esa visión de los cuatro gatos muertos y terminé por arrear un tortazo a Fernando, que ya comenzaba a bajar su mano desde las tetas hasta la cremallera de los pantalones.


- No puedo hacerlo- le grité, y salí corriendo del asiento trasero del camión frigorífico, que mi novio utilizaba para trabajar, en una modesta empresa funeraria para mascotas.


Él salió gritando que le esperase, que lo sentía mucho, lleno de un sentimiento de culpa del que quizá le llevó años desprenderse, lamentando que quizá había ido demasiado rápido en nuestra incipiente relación.


Yo no paré de correr hasta mi casa, reprimiendo varias arcadas, hasta abrir la puerta y comprobar como mis gatitos se acercaban, maullaban y se frotaban en mis pantorrillas con verdadera parsimonia.


Nunca volví a ver a ese chico, y por tanto, no le pude decir que su único fallo fue enseñarme en qué consistía su trabajo, empeñarse en mostrar el estricto orden con el que trasladaba los cadáveres de las mascotas, a las que él mismo daba tierna sepultura, ante la presencia de sus amos.

Mis gatos, ajenos a toda esta historia, vivieron muchos años más y fueron muriendo poco a poco y uno por uno. Encargué para ellos una aséptica cremación, libre de miradas culpables. Las cenizas sirvieron de abono a cuatro árboles que crecen ahora muy rectos en el jardín.

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06 enero 2014

Operación bikini


Se han terminado las fiestas, los últimos buenos deseos se disuelven entre los jugos gástricos de la comida de Reyes. Nos planteamos ahora nuevos retos, nuevas costumbres, otra forma de hacer las cosas. Tenemos una necesidad periódica de cambiar la piel de nuestras voluntades. Las antiguas amarillean y las escamamos sin haberlas usado la mayoría de veces.

Entre las primeras decisiones que tomamos, nada más comenzar la segunda semana del año, está la de bajar kilos, a la luz de nuestra reluciente tripa y de la vengativa sonrisa de nuestra báscula. Los polvos navideños traen estos lodos.

La cerveza sigue estando a un precio razonable, por lo que barrunto que terminará ahogando la mayoría de esos buenos propósitos; pero apuesto que durante algunas semanas al menos, habrá quien deje de lado el rubio elemento por infusiones de diversos pelajes con sobredosis de edulcorante.

A mí me va la “Operación bikini” y ya estoy cavilando la forma de reducir centímetros sin pasar hambre y sin sufrir demasiado. Se admiten consejos que dejen intacta mi cuenta corriente.

Mientras tanto, me he propuesto también aligerar la panza de relatos inconclusos, repleta de ideas que no han terminado de cuajar y que se van todas al mismo sitio. Repasando, repasando, creo que podré reducir esos centímetros de más y algún par de pantalones que ahora tengo que embutirme,  me podrá entrar.

Traduciendo del arameo, vuelvo a las andadas, con nuevos relatos. Tengo unos diez preparados, pero no sé si voy a publicarlos todos o no. O si iré intercalando otros que vayan surgiendo. Al fin y al cabo, las dietas y las costumbres están para cambiarlas. En esta nueva fase, me propongo improvisar más, experimentar un poco, saltarme alguna regla.

Suelo llegar a Junio con los mismos kilos que en Enero. De momento sólo tengo gasolina hasta Marzo. Ya echaremos cuentas cuando el sol invite a quitarse capas de ropa y sea más que evidente el exceso de grasa en el abdomen.

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