27 febrero 2006

El amargo sabor de la duda


El lunes atizó el ánimo de Ramón como un fuerte puñetazo en el mentón, tras el placentero final del domingo. La vuelta al trabajo no le sirvió para evadirse, todo lo contrario. La desagradable impresión de estar metiéndose hasta las amígdalas de las fauces del lobo volvió indigesta, como comida cargada de ajo y pimentón.
En su fuero interno quería creer que la historia de Sofía era una colección de embustes con algún dudoso fin. Prefería pensar que no existía un peligro real, que todo había sido inventado, y el único problema real existente era conseguir una colección de papeles de alguna oficina de inmigración.
Pero recordaba la actitud de la joven la noche del sábado, y le había parecido la de una persona realmente asustada, de alguien huyendo de un peligro cercano y efectivo, por lo que no podía descartar la existencia de algún asunto más delicado que un mero trámite administrativo.
La historia que le había narrado la mujer a la mañana siguiente tampoco terminaba de convencerle, porque del supuesto crimen no se hacía eco ningún medio de comunicación, y esa noticia es una de las que no dejan de aparecer en los rotativos, por muy desconocido que pueda ser el finado.
Ahora se arrepentía de haberse ido a dormir tan pronto, en vez de pedir las explicaciones en ese mismo momento. La información hubiera sido más espontánea, más fresca, menos meditada. Por lo menos tendría las cosas mucho más claras.
Sólo pretendía eso, saber a qué atenerse. En el fondo el problema en sí daba igual. Tras la jornada del domingo sabía que, pasara lo que pasara, iba a apoyar a Sofía sin importarle las consecuencias. Ya no pensaba dejarla escapar otra vez, aunque le arrastrara hasta las mismas puertas del infierno.
Para tranquilizarse en ese momento necesitaba averiguar la verdadera historia. Eso sí, discretamente, sin demasiados testigos que se pudieran ir de la lengua, y sobre todo, sin que Sofía sospechara nada.
Tras pensarlo mucho, dio con la persona adecuada, con lo más parecido a un detective o a un espía, pero de confianza, de mucha confianza. No sabía como no había pensado en ella desde el primer momento. Su fuente de información más fiable y discreta no podía ser otra que Marisa.
Claro que necesitaría usar toda su mano izquierda para no herir sus sentimientos, difícil tarea teniendo en cuenta la inteligencia y suspicacia que había demostrado la joven durante las largas conversaciones que habían mantenido durante el mes de Enero.
Lo que desconocía Ramón es que Marisa no le había enseñado ni la mitad de sus cualidades, precisamente porque en la discreción residía su mayor fuente de información. Todo el mundo le contaba sus confidencias precisamente por el hecho de que no las divulgaba. Era observadora y minuciosa bajo una apariencia de persona despreocupada. Pasaba mucho tiempo analizando la abundante información que pasaba por sus ojos y sus oídos sin que se notara lo más mínimo.
El único enigma que se le había conseguido resistir hasta ahora era el propio Ramón, pero todavía no había arrojado la toalla. Por eso sintió una pequeña agitación al ver el nombre de él en la pantalla del teléfono móvil, aunque el tono de la voz del hombre le puso enseguida en alerta. Siempre utilizaba un modo misterioso de exponer incluso los asuntos mas banales, pero esta vez los rodeos empleados en plantear la cuestión le estaban sacando de quicio. Aún así, aguantó las absurdas explicaciones con paciencia, tratando de adivinar por donde iban a venir los tiros, porque, eso sí, se notaba a la legua que iba a haber, y a capazos.
Aguantó un pinchazo hondo en su ánimo cuando Ramón le nombró a Sofía. Se le vino el alma a los pies. Claro que la recordaba. A ella y a él, antes y después de las uvas, en aquella fiesta de Nochevieja. Pero le mintió, simuló, con la mayor naturalidad que no había reparado en la muchacha.
Eso obligó a su interlocutor a dar más explicaciones. Tenía que recordarla, pues la tal Sofía se había pasado toda la noche bailando, y más que bailando con su jefe, el embajador. Pero ella se seguía haciendo la sueca. Así que al final, no tuvo más remedio que contarlo todo. En un arranque de valor le repitió la historia de Sofía, tal y como se la había contado ella, sin olvidar la supuesta muerte de su jefe.

- Imposible, Ramón. El embajador no estaba ya en España. Fue relevado de su cargo el día anterior, el viernes, y el sábado por la mañana cogía el avión de vuelta a Londres, desde donde iría a su nuevo destino. Yo mismo le compré el billete.
- Pero, ¿llegó a Londres?¿Pudo haberse quedado en Madrid?¿Por qué lo relevaron?
- No sé. Mi trabajo termina entregando los billetes. Lo que haga o deje de hacer después no es asunto mío, pero si quieres más detalles de mi aburrida vida laboral me tendrás que invitar a una cerveza donde siempre. Hablar por teléfono me da mucha sed.

Ramón aceptó la invitación. Aparte de la información que le pudiera facilitar tenía ganas de ver a Marisa, porque sabía que en ella se podía confiar, y en esos momentos necesitaba una persona en quien apoyarse.

Por otra parte, la muchacha sabía mucho más de lo que le había dicho, pero no se fiaba de los móviles, ni de las personas que tenía alrededor. Desconfiaba hasta de los cuadros y los floreros. Las embajadas son terreno de nadie, un centro de negocios oscuros e intrigas, y por allí deambula mucha gente con los cinco sentidos alerta para ver lo que puede averiguar. Lo tenía bien aprendido: en su puesto, ver, oir y callar.

Hacía tiempo que , por motivos obvios, tenía información privilegiada de Sofía y de las causas que se barajaban sobre la destitución de su jefe, pero sólo los contaría cuando estuviera totalmente segura de no ser escuchada.

20 febrero 2006

Una bomba a punto de explotar




Aunque el tiempo no acompañaba, Ramón se retrasó un poco comprando la comida y el periódico. No es que hubiera mucha cola en el restaurante de comida rápida, pero dudaba sobre los gustos de la mujer, y terminó comprando muchos más platos de los que en realidad necesitaban.
Antes de subir a casa, ojeó rápidamente la portada y las páginas de sucesos del periódico, pero no encontró ninguna referencia, ni siquiera remota, a los hechos que Sofía le acababa de narrar. Quizá era demasiado pronto todavía.
Tras cerrar la puerta de la casa, se dirigía hacia la cocina cuando se encontró de cara con la mujer, que terminaba de salir del cuarto de baño, quedando realmente asombrado por el resultado de la larga sesión de maquillaje.
Es un misterio insondable para un hombre como una mujer con media hora de tiempo y las herramientas justas que pueden caber en un pequeño bolso, puede cambiar no sólo el aspecto de un rostro sino hasta la mismísima expresión del mismo.
Nada reflejaba en el semblante de la mujer el miedo y la sensación de indefensión que sin duda sentía, y había mostrado tan solo una hora antes. Su cara volvía a reflejar la personalidad firme y segura de sí misma que recordaba de la primera vez que la vio en el tren.
Evidentemente no había podido cambiar la ropa, pero la sencillez de unos vaqueros y una blusa ceñida a aquel esbelto cuerpo le sentaban mejor que el más caro y complejo trapito de pasarela de moda. Un botón desabrochado con intención descubría porciones de piel que Ramón hacía mucho tiempo que no recordaba ver.
Durante la comida la vista del hombre caía una y otra vez en la tentación de su escote y la profundidad de sus ojos, acudiendo a la copa de vino más de lo necesario para calmar su ansiedad. Ella era perfectamente consciente del efecto que le estaba causando, perfecta dominadora del lenguaje corporal como era, y también sabía que la diabólica combinación del alcohol con el suave erotismo de sus movimientos podía convertirse en su mejor aliada para vencer las reticencias y posibles dudas del hombre. La rocambolesca historia que había contado no podía durar mucho tiempo, y necesitaba apoyos más firmes para sostener su delicada situación.
Si las miradas y los gestos conseguían turbar al hombre, el leve contacto entre los cuerpos se encargaría de vencer su ya escasa resistencia.
Terminado el primer plato, Sofía se levantó para retirar los platos, y en el movimiento para recoger los de Ramón dejó que un mechón de su cabello recorriera su mejilla al tiempo que se abría ligeramente su escote debido a la inclinación de su cuerpo.
Un escalofrío le recorrió desde la espalda hasta la sien al mismo tiempo que un súbito calentamiento subía por su entrepierna, que continuó alimentando mientras se recreaba con la visión del movimiento de caderas de Sofía mientras se dirigía a la cocina.
Tras el segundo plato fue él quien se levantó. Pero no tenía ni pelo largo ni escote. Así que un pequeño roce con las manos de ella al recoger los cubiertos fue suficiente para mantener esa pequeña excitación.

- Prepararé algo de café para tomar con el postre, dijo Ramón, como excusándose de una posible tardanza.

Sofía se levantó un poco después con la excusa de retirar algunas cosas que estaban en la mesa. Entró en la cocina mientras Ramón estaba de espaldas a la puerta, enfrente del fregadero, llenando de agua la parte inferior de la cafetera.
Para dejar lo que transportaba en el escaso espacio libre que quedaba en el banco, ella se tuvo que acercar mucho, apoyando su pecho sobre la espalda de él. Ese suave contacto junto con el olor intenso a su perfume que le llegó de golpe, fue más de lo que él podía soportar.
Se giró bruscamente, clavándole una mirada ardiente, desesperada, que no daba lugar a dudas. Se abalanzó hacia ella, sus labios se encontraron, las manos nerviosas de él buscaron la cintura semidesnuda de ella, asiéndola con fuerza para envolverla con un abrazo fuerte e intenso, vital. A continuación sus dedos se deslizaron por debajo de la blusa, acariciandole la espalda con suavidad y firmeza.
Ella esperaba esa reacción, por lo que actuó con la intensidad que requería el momento. Sus labios se abrieron, y su lengua tomó la iniciativa en la boca de él, aumentando su excitación de forma progresiva. Su mano izquierda bajó hasta la ingle del muchacho, lentamente...
Cada nuevo movimiento de la mujer, cada nueva zona descubierta por sus manos o sus labios, provocaban en el hombre una reacción violenta, que se traducía en movimientos nerviosos y torpes. A trompicones, unidos en un abrazo asfixiante, consiguieron salir de la cocina y llegar al dormitorio.
Allí Ramón la liberó de su presión, dejándola unos segundos sobre la cama, el tiempo justo para escuchar los latidos de su propio corazón. Se tranquilizó un poco, tumbándose a su lado, para retomar el viejo juego de las caricias. Ella se dejó hacer.
Poco a poco, sin prisas, fue recorriendo su cuerpo, primero con sus dedos y después con sus labios y su lengua, al tiempo que retiraba una a una todas sus prendas. No dejó ni un centímetro cuadrado por explorar, dejándose lo mejor para el final.
Cuando los gemidos de ella estaban a punto de hacerle explotar, de repente le atrajo hacia sí, sintió el dulce tacto de su pecho sobre el de él, y el excitante contacto de las piernas entrelazándose alrededor de su cadera. Un pequeño mordisco en el cuello le hizo aullar de placer.
Los dos cuerpos se unieron sin dificultad, como si hubieran nacido para estar siempre juntos. Durante unos segundos los movimientos de ambos fueron rítmicos y acompasados, pero de repente los de él se aceleraron. Suele pasar cuando se encienden hogueras cerca de los polvorines.

- Lo siento, balbuceó él.
- Te mato, dijo ella, dibujando una sonrisa tierna en su cara.

Al poco rato, tapados por el blanco edredón y abrigados por un abrazo mucho menos tenso, se dejaron vencer por el cansancio acumulado en las últimas horas, y durmieron un sueño largo y reponedor, del que despertaron cuando ya las penumbras de la noche se habían apoderado de su cuarto.

17 febrero 2006

Rejas invisibles


- Me llamo Sofía y estoy metida en un buen lío.
- Ya veo. Espero que me lo cuentes todo con pelos y señales.
Ella no respondió en seguida. Se tomó unos segundos para encontrar la respuesta. No podía contar todo lo que sabía, pero sabía que si no contaba lo suficiente Ramón podría sentirse muy decepcionado, y en este momento él era el único punto de apoyo al que se podía agarrar.
Cuando alguien quiere ganar tiempo, suele empezar con la frase:
- Verás, es una larga historia ...
- Tenemos tiempo.

Sofía se puso cómoda, pegó un trago del café y empezó su exposición de los hechos. Le contó que era extranjera, rusa para más señas, y no tenía papeles. La vida le había llevado hasta España, y estaba buscando trabajo. Hacía algo más de un mes había conocido un hombre, y desde entonces salían juntos. Era una persona de buena posición social, y le había prometido arreglar su situación y encontrarle un trabajo digno.
Pero ayer, cuando fue a buscarlo a su casa, no lo encontró. Le extrañó mucho porque siempre le avisaba cuando no podía acudir a sus citas por problemas de trabajo. Ella decidió buscarlo por los sitios que frecuentaban. Estaba preocupada y algo celosa, dijo. Y lo encontró. Estaba con otro hombre con el que no le había visto nunca. Su amante se disculpó diciéndole que había tenido que salir deprisa y no había tenido tiempo de avisarle, pero que se podían ver en su casa en dos horas.
Sofía dio una vuelta por los alrededores. Se tomó una copa, sorteó a varios moscones que buscaban rollo fácil y a un pirado místico que intentaba mantener una conversación pseudo-filosófica, seguramente con las mismas intenciones finales que los anteriores.
Se hizo la hora y se dirigió hacia la casa. Le extrañó encontrar la puerta abierta. Llamó a su hombre, pero no encontró respuesta. Empujó la puerta pero no se abrió del todo. Al entrar, descubrió el motivo, profiriendo un grito horrorizado.
En el suelo, con el rostro desfigurado por una mueca de desesperación, se encontraba el cadáver de su amante. En un último intento había intentado alcanzar la puerta en busca de ayuda, dejando un camino rojo de sangre dibujado en el suelo.
Llevaba en el cuerpo algunos orificios de bala, pero la pared mostraba los impactos de muchos otros que no habían alcanzado su destino y en el suelo aparecían diseminados por todas partes los casquillos de los proyectiles. No había sido un asesinato a sangre fría. Los rastos de la lucha y la huida apresurada de los asesinos quedaba en evidencia con una simple mirada.
Tras el instante de confusión y duda que sucedió al primer arrebato de terror, la mujer sintió miedo por su propia integridad física, bajó las escaleras y continuó corriendo para alejarse lo máximo posible de la casa. Hasta que se encontró con Ramón.

- ¿Por qué no llamaste a la policía?
- En ese momento no pensé. Tuve miedo. Además, con toda seguridad me hubieran expulsado del país, y yo tampoco puedo volver al mío.
- No, ¿por qué?
- Dejé un amante despechado. Si vuelvo, me matarán.
- Joder, ¿sólo te gustan los hombres con pistola, o qué? Podrías juntarte con gente más normalita. Por cierto, hablas muy bien español para llevar tan poco tiempo aquí.
- Me lo enseñó mi madre. Mi abuela era una niña de la guerra. Por eso elegí España como destino. Pensé que el idioma facilitaría las cosas.

Ramón no contestó. Se quedó digiriendo el relato de la joven. Algo no le acababa de convencer de aquella historia. Intuía que no le había contado todo lo que sabía, pero ella desconocía que él estaba al tanto de muchos más detalles. Para empezar, quien era el asesinado. Una persona demasiado importante para que la prensa no se hiciera eco. Así que estaría atento a las noticias de la tele y a los periódicos.
Ahora tenía que pensar rápido lo que iba a hacer con ella. Pensó en llamar a la policía, pero al final le convencieron los argumentos de Sofía. Si era cierto lo que decía, hablar con las autoridades podía ser peligroso para ella. Decidió esperar a que se aclarara un poco el tema. Quizá apresaran pronto a los asesinos, y ella podría continuar su vida anónima, como si nada hubiera pasado.

- Está bien. Puedes quedarte unos días. Hasta que todo esto se aclare.

Ella saltó de la silla de la emoción, corrió y le dio un abrazo fuerte, del que se desprendió lentamente al tiempo que giraba su cara a un lado. Por sus mejillas empezaron a resbalar unas lagrimillas que ella se apresuró a esconder como pudo.
Ramón se le quedó mirando sin saber que hacer. De repente, le dijo:

- Debes tener hambre, y aquí no tengo nada para comer ahora. Bajaré por algo. Así de paso compro el periódico.

Ella se sonó y se secó las lágrimas a un tiempo. Los restos de maquillaje humedecidos por las lágrimas ensuciaron el pañuelo.

- Vale. Aprovecharé para arreglarme un poco.

Sus ojos, ligeramente húmedos por el reciente llanto, adquirieron un brillo especial, que consiguió alterar el espíritu de Ramón.

¡Qué buena está la cabrona!, pensó mientras se colocaba el abrigo.

Bajó las escaleras, y se introdujo en la mañana fría y gris de mes de Febrero, en la que se presumía que el sol iba a ser incapaz de vencer el espeso muro de nubes que amenazaba más nieve que lluvia.

Un buen día para quedarse en casa.

10 febrero 2006

Noche de encuentros








Los encuentros entre Ramón y Marisa empezaron a ser cada vez más frecuentes. Una sesión de cine o una función de teatro eran las excusas habituales, pero las veladas se prolongaban hasta altas horas de la madrugada después de cada sesión.
Los dos tenían muchos temas de conversación y bastantes aficiones comunes, por lo que disfrutaban mucho contrastando opiniones e incluso discrepando abiertamente de algunos temas. Estos fueron deslizándose de lo general a lo particular a los pocos días. El, bastante reservado, encontraba compresión y discrección en la postura receptiva y silenciosa de ella. Sabía escuchar, y no pretendía solucionar todos sus problemas. Preguntaba mucho más que aconsejaba.
Por su parte ella no tenía el menor reparo en confiar en él, y le consultaba hasta la menor tontería sobre la que pudiera dudar, ante la que él siempre dispuesto le aconsejaba lo que mejor le parecía, aunque Marisa muchas veces pretendía tan solo ser escuchada.

En el transcurso de aquellas veladas del mes de Enero se cimentó una amistad que duraría toda la vida. Ella se preguntaba qué faltaba para que su relación diera ese paso definitivo que tanto deseaba, y el carácter un tanto hermético y misterioso de Ramón no le permitía sacar conclusiones claras.
Mientras tanto, el hombre luchaba consigo mismo para evitar lo inevitable, debido a esa estúpida convicción suya de que un mal amor podría estropear una buena amistad. Tenía miedo, esa es la palabra, miedo a perder su tesoro más preciado. Miedo, y sentimiento de culpa, pues sabía que su comportamiento distaba mucho de estar a la altura de las circunstancias.

Cuando Ramón se dio cuenta de que sus miradas empezaban ya a rehuir las de Marisa, avergonzado de sí mismo, decidió tomarse un respiro. Inventó una excusa para no acudir a su cita con ella, y volvió a llamar a Vicente para reclamarle el pago de cierto favor que le debía: salir por los sitios de Madrid que menos le agradaban por una noche.

Marisa no pudo evitar preocuparse. Sabía que algo no andaba bien en la cabeza de Ramón, y no entendía las razones, aunque se consoló pensando que le vendría bien el descanso para aclarar las ideas. Quien no se consuela es porque no quiere.

Ella tampoco se quedó en casa. Era una buena ocasión para quedar con sus amigas, a las que tenía muy descuidadas desde que empezara a verse con su hombre. Tenían muchas cosas que contarse y le vendría bien conocer otras opiniones y cambiar un poco de aires.

A Vicente, por otra parte, le contrariaba mucho tener que cumplir su compromiso, y estuvo a punto de inventar una excusa para no ir. Odiaba el ambiente que se respiraba por las callejuelas de Huertas, donde todo el mundo le miraba con desprecio si se vestía con uno de sus trajes caros. Pero esta vez, sentía cierto resquemor por lo acontecido en Nochevieja, y era una buena oportunidad para limar asperezas con Ramón. Así que acudió puntual a la cita, y vestido casi de camuflaje: vaqueros, camisa, jersey, bufanda y chaqueta de pana.

Cenaron en un restaurante caro de la calle Mayor, y después hicieron algo de tiempo, tomándose un café y varias copas por los alrededores. Hablaron un poco de todo: política, fútbol, mujeres, trabajo. O mejor dicho, discutieron sobre todo. Era un misterio que fueran tan amigos a pesar de las pocas cosas que tenían en común.

En la conversación, por supuesto, salió Marisa, aunque Ramón no le contó todo, sobre todo para contar con una opinión menos condicionada, más imparcial. Aunque eran compañeros de trabajo, Vicente no tenía mucho trato con ella, pero le dijo que era bastante inteligente, y pertenecía al equipo del embajador, por lo que parte de la información confidencial pasaba por ella. Le contó otra cosa más. Se rumoreaba que algo no terminaba de ir bien por allí, su jefe estaba siendo cuestionado, pero no sabía muy bien por qué.

Al tercer whisky decidieron cambiar de sitio, y fueron alternando distintos locales con actuación musical y aire bohemio, que encantaban a Ramón, pero aburrían soberanamente a Vicente, por lo que el primero, compasivo, no alargaba demasiado tiempo las estancias. Al final, se dejaron caer, casi literalmente, en un garito donde sólo ponían música, no demasiado moderna ni estridente. Para mayor fortuna se decidieron a entrarles a un par de chicas, bastante guapas, no muy jóvenes, que iban casi igual que ellos, por lo menos de ánimos.

Pasaron un buen rato de risas hasta que se hizo la hora en que hay que decidirse. Vicente llevaba terreno adelantado con su pareja, pero su amigo no terminaba de encajar con la suya. Así que los primeros se largaron discretamente, sin grandes despedidas, y los segundos quedaron como amigos.

Solo y desarmado, con más copas en el cuerpo de las que necesitaba, Ramón, tras una corta visita al cuarto de baño, salió a la calle en busca de un taxi. Mientras bajaba hacia el Paseo del Prado se cruzó con una mujer que corría calle arriba, desarreglada y asustada, con la que casi tropieza.

La mujer musitó una disculpa nerviosa y siguió corriendo unos metros, pero de repente se paró en seco, y le llamó por su nombre. El se giró bruscamente hacia ella, y entonces consiguió reconocerla. Era la chica del tren. Otra vez.

- Ayúdame. Estoy en un apuro. ¡Por favor!

Vio el terror dibujado en el rostro con tanta claridad que no pudo decir que no, aunque era perfectamente consciente del lío en el que se estaba metiendo. Mujeres y problemas es el último combinado que le faltaba a su maltrecho estómago.

Subieron al coche y bajó la ventanilla para que el fresco le enfriara un poco la cabeza. Necesitaba despejarse cuanto antes, pero en ese momento sólo tenía ganas de vomitar. El taxi paró en la puerta de su casa, cuando empezaba a clarear, en esa hora en que el frio es más intenso.

Ya en la casa, ella amagó una explicación, que el cortó de golpe con un manotazo en el aire.

- Ya me lo explicarás mañana. Tienes muchas cosas que contarme. Empezando por tu nombre. Pero ahora descansa.

Y a los pocos minutos reinaba en el ambiente un silencio, una paz, que se presumía efímera.

06 febrero 2006

Compartir una cerveza



La mañana había salido espléndida. Ni una sola nube se atrevía a manchar el azul intenso del cielo. Cercano el mediodía, el sol parecía, por un día, ser capaz de vencer el frío matinal, vistiendo de primavera aquella mañana de invierno. Inusual en aquella época del año.

Ramón escogió de nuevo la caminata como medio de transporte, y ahora, cuando llegaba al lugar de la cita, le sobraba toda la ropa de abrigo. Miró el reloj de muñeca para comprobar que llegaba a tiempo. En realidad le sobraban cinco minutos.

Tendría que esperar, pensaba, mientras decidía si hacerlo en la terraza o dentro del local. Distraído, optó por entrar, pero justo cuando se introducía en el bar oyó una voz familiar que le llamaba.

No había visto a Marisa, que sentada en la terraza, le recibía con la sonrisa burlona de quien ha estado observando con detalle cada gesto de un hombre embebido en sus propios pensamientos.

En el fondo tenía cierta predilección hacia esos tipos distraídos, que en realidad escondían una rica vida interior, bajo la apariencia de descuido. Lejos de criticarle por no haberla visto antes, interpretó que era un buen síntoma. Quizá estaba preocupado por lo que ella tenía que decirle, pensaba, lo que le resultaba todavía más divertido.

Amablemente le ofreció un sitio a su lado con un suave movimiento de su mano. Lo prefería ahí, no enfrente. Era más íntimo, menos directo y más cercano. Evitaba la sensación de entrevista laboral, de combate, de duelo. Le pareció que él también lo prefería.

Pidieron unas cervezas y algo para picar. Pronto, un camarero alto, de movimientos lentos, meticulosos, diríase estudiados, acomodó dos jarras de medio litro sobre sendos posavasos de madera.
La cerveza estaba excelentemente servida. Fresca, recién salida del barril, con su ligera capa de espuma rebosando apenas el borde del vaso, previamente refrigerado con pequeños chorros de agua helada, decía bébeme.

Sin mediar comentario previo, pegaron un trago largo los dos, emitiendo un gruñido de satisfacción al final. Los bigotes, manchados por la espuma, fueron rápidamente secados de un manotazo con una servilleta de papel. La sincronización de esos movimientos les provocó una risa también simultánea, que rompió el primer hielo.
La cerveza protagonizó la primera conversación, y después se fueron encadenando más temas y más cervezas.

Parecía que Ramón había olvidado el motivo que lo había llevado hasta allí, pero no era así. Francamente, no sabía como abordarlo, y ella, que se daba cuenta, disfrutaba manejando los tiempos de la charla, alargando las partes interesantes y cambiando el tercio cuando parecía estancarse algún asunto.

Llegó el tiempo de cambiar de sitio. Apetecía comer algo más sólido. Decidieron improvisar, buscar un restaurante por la zona mientras callejeaban un poco. Empezaba a refrescar un poco, y temían no encontrar sitio, pues todos los locales empezaban a llenarse. Así que no tardaron en localizar un pequeño restaurante de menú.

El paseo había roto un poco el ritmo de la conversación. Marisa, consciente de ello, tras atender al camarero, pasó al ataque, segura de que esta táctica sería su mejor defensa. Sabía que no tenía demasiados hechos para sostener la intriga deliberadamente creada en su nota, y eso podía estropearlo todo.

Así que con un tono dulce, pero decidido y enérgico, le reprochó la forma en que le había dejado tirada en medio de la pista, y su anormal comportamiento en la media hora siguiente, que le condujo a su conocido fuera de combate.

Ella estaba prácticamente segura de las razones de lo sucedido. Esas cosas no se le escapan a una mujer. Pero quería poner a prueba a Ramón, saber hasta donde llegaba su confianza en ella, y el grado de interés que sentía por la presumible amante de su jefe.

Supo, una vez más, disimular la decepción al comprobar como el hombre le ocultaba sus verdaderos motivos, aunque tuviera la elegancia de no disfrazar la verdad con mentiras demasiado barrocas. Se prometió a sí misma averiguar más cosas sobre la extraña mujer.

A él, por su parte, no se le escapó el detalle de la ausencia del misterio, aunque internamente agradeciera su inexistencia. Se temía algo bastante peor. En el fondo, tenía que admitirlo, le había seducido la forma en que Marisa había creado el ambiente para la cita, pero se sentía algo molesto consigo mismo.

Terminado el capítulo de recuerdos de la noche famosa, ahogaron sus mutuos reproches en una botella de vino, y quedaron para verse otro día.

03 febrero 2006

Cuentas pendientes

Físicamente algo recuperado del día anterior, Ramón se levantó con el ánimo lesionado por el remordimiento y la duda. De haberlo tenido a mano hubiera terminado con un jardín de margaritas, y bombardeado a preguntas al Oráculo de Delfos, pero para aclararse solamente tenía una botella de Johny Walker encima de la mesa que no se atrevía a probar.
Su mirada alternaba la nota escrita y el móvil, el móvil y la nota escrita, como un indeciso comprador incapaz de escoger entre dos productos muy parecidos que no tiene ganas de adquirir, cuando el timbre del teléfono fijo le hizo saltar de la silla. Era su amigo Vicente.
Tomar la iniciativa, atacar, y aguantar después con temple la esperable respuesta es una táctica que suele dar excelentes resultados. Siempre es necesario contar con algo de suerte, y en ese momento Ramón la tenía de su lado.
Comenzó recriminado a su amigo haberlo abandonado a la suerte de su compañera de trabajo. ¿Cómo se llamaba?. ¡Ah sí!. María Luisa. Pues eso. Lo había dejado colgado, una vez más por culpa de algún escote más o menos pronunciado. No, no hacía falta que le diera detalles. Le aseguró que lo había buscado durante toda la noche y, cansado, se había tenido que volver a casa aburrido y agotado.
Dramatizó tanto que a su amigo le entraron remordimientos de conciencia, y le contó su noche con pelos y señales.
Había arriesgado mucho, es cierto, pero ahora tenía una información valiosa, obtenida sin facilitar ningún detalle de su vergonzoso final de fiesta. Sabía el nombre de la chica y que su amigo no era consciente de su lamentable actuación final, lo que eliminaba toda posibilidad del tan temido chorreo por su parte.
Crecido ante estos hechos se permitió el lujo de recordarle que le debía una salida nocturna por zonas menos elegantes y recomendables de Madrid como pago del inmenso sacrificio de acompañarle a la desdichada fiesta.
A Vicente, que le molestaba horrores transitar por esos andurriales, no se le ocurrió salida más digna que aplazar la cita hasta después de fiestas. Y así quedaron.
Ramón, salvado el pequeño escollo de desconocer el nombre de su interlocutora, se decidió a saldar su cuenta pendiente, y de paso saciar su curiosidad. ¿Qué había querido decir María Luisa con su famosa frase?. ¿Sabía algo importante que él debía conocer?.
Abrumado por su anterior éxito e impaciente por solucionar el asunto pendiente de un plumazo, nuestro personaje olvidó la prudencia, a pesar de que era consciente de que la mujer tenía todas las de ganar.
Confiado en exceso, soportó estoicamente como la chica utilizaba todas sus artes de mujer para hacerle pasar un mal rato.
Es indudable que el teléfono no es la herramienta que mejor manejan los hombres, que lo emplean únicamente para la simple y mera transmisión de cifras y datos de forma rápida, lo que reduce mucho su capacidad como medio de comunicación.
Para las mujeres, mucho más acostumbradas a su uso, es un instrumento realmente útil. Saben controlar los tiempos, sugerir las respuestas, utilizar los silencios, provocar equívocos, apaciguar las iras, y conseguir las informaciones realmente valiosas.
Y Marisa hizo una verdadera demostración de todas esas cualidades en menos de cinco minutos de conversación.
Primero, fingió sentirse ofendida cuando Ramón le llamó por su nombre completo. María Luisa, no, nunca. Ni Luisa tampoco. Podía llamarle María, pero le gustaba más Marisa.
Después se hizo la interesante, consiguiendo averiguar que él, realmente no recordaba nada importante de aquella noche, y arrancándole una cita para el día siguiente, que ella, pese habérselo negado más veces que San Pedro a Cristo, deseaba más que él.
Supo dulcificar el final para que Ramón no fuera resentido al encuentro. Y todo ello sin proporcionar ninguna información, con lo que aseguraba el interés del hombre.
El lugar de la reunión, en cambio, dejó que lo escogiera él, para dar algo de satisfacción a su ego masculino. Un pequeño bar de la plaza de Santa Ana, donde preparaban una excelente cerveza casera.
Por lo menos, tenía buen gusto el chaval.

01 febrero 2006

Resaca


Hacía sólo unos minutos que Marisa se había ido, no sin antes dejarle bien claro con una ligera sonrisa que no había pasado nada la noche anterior, y Ramón intentaba en vano recordar todos los detalles de la fiesta.
Solamente recordaba estar apoyado en la barra del bar, con ella a su lado en silencio, mientras los invitados giraban a su alrededor en un baile anárquico de movimientos torpes, bruscos, desacompasados, de cuerpos sudorosos excitados retando al escaso equilibrio que se puede conservar a esas horas, en las que todo invita a la posición horizontal.
Después de ésto, nada. Se había despertado en su cama, con una mujer al lado, de la que no recordaba su nombre, que no se había atrevido a preguntar por pura vergüenza.
Ella se había ido dejando una corta explicación y una pequeña sonrisa, como una heroína tímida que abandona rápido el lugar de su proeza para evitar ser aclamada.
Le estaba agradecido y quería demostrarlo, pero no sabía muy bien como. Podía preguntar a Vicente, pero estaba algo resentido con él por haberle metido en ese fregado, y tenía las ganas justas de soportar su sonrisa burlona mientras contestaba a sus múltiples preguntas maliciosas.
Por suerte, encima de la mesa encontró un pequeño papel doblado, que se notaba escrito por mano femenina, con una caligrafía sencilla y elegante. Contenía apenas algunas líneas, con el texto siguiente:

Imagino que tendrás muchas preguntas que hacerme.
No creo que hoy estés preparado para escuchar las respuestas.
Te dejo mi teléfono: 600 83 72 01
Si quieres llámame.
Besos,


La firma, por desgracia, era ininteligible, pero ya tenía mucho más que hacía sólo unos minutos. Sin embargo tenía que pensar la forma de salvar la situación embarazosa de averiguar su nombre sin preguntarlo directamente. Y en ese momento no estaba para pensar.

Se calentó algo en el microondas y se tumbó en el sofá, dispuesto a tragarselo, junto con las repeticiones de las fiestas de nochevieja de las distintas cadenas de televisión. Las resacas, con pan y batín son menos.

Y así pasó el primer día del año, dudando entre olvidarse y recordar, envuelto en una nebulosa de cansancio, soledad y dolor de cabeza.