31 diciembre 2005

Cinco instrumentos


Mi abuela tenía una vieja mandolina. Aseguraba que de joven sabía tocarla, pero nadie podía recordarlo. El instrumento estaba allí, colocado encima de una cómoda, con sus cuerdas totalmente destensadas, e intuyo yo que no existía el afinador que pudiera conseguir poner a tono tan bello instrumento.
Aquella mandolina me parece ahora una mujer moderna soltera. De las de ahora, vamos. Nada que ver con las solteronas de otros tiempos. Aquellas han vivido, han sido tocadas por manos expertas e inexpertas, con precisión matemática, con dulzura, con torpeza, pero nunca con total agrado. Por eso ahora viven su merecido descanso en un piso pequeño rodeadas de muchas flores, con la rendida admiración de sus vecinos, que envidian sus bien llevadas arrugas, igual que nosotros, de niños, mirábamos aquella mandolina encima de la cómoda y rozábamos sus cuerdas para arrancarle una pequeña sonrisa afónica.
Las mandolinas pasaron de moda hace mucho tiempo, pero el contrabajo nunca lo ha estado. Sin embargo, recuerdo con cariño uno de mi tardía infancia, el que tocaba Françoise. Cuando mi madre preparaba las oposiciones a profesora de francés, tuvimos una estudiante viviendo con nosotros que tocaba ese instrumento, y después supe el de media población masculina de la época. Yo pensaba entonces que debía ser aburrido sacar notas de un aparato tan grande y pesado. Y ahora el contrabajo me parece ese novio antiguo y pesado, al que se le tiene cariño pero ya no se le ama, y cuesta una barbaridad decirle “hasta luego” y“te quiero, pero sólo como amigo”.
No todos los instrumentos me inspiran sentimientos tan poéticos. Las bandurrias, por ejemplo, están desprovistas de toda espiritualidad. Son seres egoístas, insolidarios, individualistas, insociales, políticamente incorrectos. La gente “se toca” la bandurria. No nos tocamos la bandurria. Ni siquiera te toco la bandurria. No. Nada de gestos altruistas. Yo la toco para mí mismo, y mis cuerdas vocales se tensan para entonar una jota o un bolero, pero nunca un himno, que pueda ser coreado por mil voces. Es un instrumento de solista, de solista frustrado, diría yo, de aspirante a violinista venido a menos.
El violín, en cambio, sí que tiene caché. Nunca pasa de moda. El artista se inclina hacia él, apoya suavemente su mejilla, y cuando los dedos hacen vibrar sus tensas cuerdas, el mundo se para y escucha, las almas se estremecen, los corazones se desgarran y las sonrisas de felicidad afloran. Son como novias felices a punto de pisar el altar. Levantan las admiraciones, los aplausos.
La guitarra tampoco pasa de moda, y conserva siempre su frescura. Es mi instrumento favorito. Puede ser alegre o triste, estridente o melodiosa, pero siempre suena fresca. Es como un novia joven, impulsiva, con curiosidad, con ganas de probarlo todo, que a veces te susurra al oído y otras estalla en carcajadas, te besa con pasión y te acaricia con ternura. Esa misma que pinta de nostalgia mora los atardeceres de la Alhambra desde la plaza de San Nicolás, o que acompaña los acordes del Tajo al pasar por Aranjuez.
Me hubiera gustado aprender a tocar algún instrumento, pero siempre me ha faltado tiempo y paciencia. Sacar sonidos con sentido de esas máquinas extrañas me parece algo maravilloso, mágico. Casi como hablar bien, sabiendo lo que se dice.
Y dicho ésto, me voy con la música a otra parte.

27 diciembre 2005

El largo trayecto




Se quedó un rato largo apoyando su frente en la ventanilla, con la mente en blanco, dejando pasar un por sus pupilas una interminable sucesión de imágenes sin sentido. El paisaje era bello, pero a él no le decía nada esta vez. Tenía grabado en su pensamiento solamente un fotograma de la película que se acababa de rodar: la espalda de ella volviéndose para siempre, sin la habitual mirada final acompañada de su sonrisa agridulce.
Le despertó el frío de la mañana que se había trasladado desde el cristal hasta su mejilla. Abrió los ojos con pereza. El paisaje ya no era tan bello. El escenario trepidante de las agrestes montañas, decoradas de vegetación y agua, había dejado pasar al lienzo ocre del páramo castellano, manchado tan solo por algunos restos de nieve que sobrevivían en las umbrías.
La emoción de los últimos momentos había podido con él y se había dormido. Ahora intentaba reprimir su verdadero impulso de estirarse como un gato y bostezar hasta desencajar las mandíbulas, pues se sentía observado de cerca.
Se incorporó como pudo y echó una mirada rápida al vagón. Estaba casi vacío. Sólo él y dos mujeres más. Una, la de mayor edad, estaba durmiendo incómoda, apoyando la cabeza en el respaldo del sillón. La otra, más joven y mucho más atractiva, le miraba con una mezcla de curiosidad y diversión.
La imagen de la chica le impactó desde el primer momento, obligándole a realizar extrañas piruetas para poderla analizar con todo detalle, pero evitando la embarazosa mirada directa.
Pronto se hizo su composición de lugar. Aparentaba ser una chica joven, de unos 25 años, pelo negro y muy liso, el cutis blanco, muy fino, ojos de color marrón oscuro algo rasgados, con cierto toque oriental. Vestía un traje chaqueta discreto, que disimulaba ante los ojos de cualquiera que no fuera él, las excelencias de un cuerpo rotundo.
Este detalle le molestó. Le desagradaban las mujeres que desaprovechaban sus encantos. Y ella no podía disimular que los tenía.
Estaba pensando en como iniciar una conversación, cuando se le adelantó con alguna pregunta intrascendente. A partir de entonces, la charla continuó alegre y animada. Ella hablaba castellano, pero con cierto acento extranjero apenas perceptible, y sus palabras, apoyadas por una rica variedad de gestos, denotaban una gran seguridad en sí misma.
Pero había algo en su mirada que le decía a él, que no todo era como aparentaba ser.

15 diciembre 2005

En la vieja estación


Las estaciones de tren son lugares cargadas de simbolismo, pensaba, mientras ella le hacía algún comentario intrascendente, con el único objeto de romper ese silencio tan espeso y áspero que llenaba el ancho espacio que ahora les separaba.

Era el escenario ideal, meditaba, mientras recibía aquellas palabras clavándose como minúsculas agujas. Le molestaban las palabras, todas. No hacía falta ninguna, los dos lo sabían. Todo había terminado.

La estación era antigua, necesitaba una remodelación urgentemente. El mármol del suelo y las paredes estaba gastado, algunas losetas rotas, y la marquesina de madera dejaba filtrar algunas gotas del deshielo de la escarcha matinal. Este aspecto viejo y desolado encajaba todavía mejor con su historia. Las despedidas tienen algo de antiguo y desolado, de ruina.

No habían madrugado, el desayuno había sido largo y copioso, cada uno escondido tras su periódico, sin apenas comentar nada. Las noticias no traían nada especial, excepto la del asesinato de aquel ex dirigente de la KGB. Se sospechaba de una antigua amante, una rubia espectácular, que aparecía en una foto pequeña en una esquina de la página.

Después habían parado un taxi, que les había llevado muy rápido a la estación. No había demasiado tráfico por las calles de la ciudad a esas horas. Subiendo las escaleras de la estación saboreaba el aroma rancio de su decoración, mientras intentaba zafarse de las frases que le herían con un escudo de monosílabos.

Pocas personas transitaban por la vieja estación, pero era sencillo darse cuenta que aquel lugar era el principio y el final de muchas historias como la suya, como la de ellos. En aquel mismo instante, en muchas estaciones como aquella, madres se despedían de sus hijos, mujeres de sus hombres, amigos de otros amigos. Muchos volverían, es cierto, pero algunos empezaban un camino sin retorno, llenos de ilusión, de esperanza, o de soledad y desesperación.

El altavoz sonó fuerte, despertándole de su letargo. Era el momento. No lo deseaba ni lo temía. Simplemente tenía que pasar. Poner fin a cinco años de una vida nunca es fácil, y saber terminar es importante. Ellos no supieron. Por eso sonrieron y se mintieron con un "ya nos veremos", "llámame cuando vuelvas por aquí".

Y él subió lentamente los dos escalones, alcanzó la plataforma, giró con suavidad sobre sus talones y se enfrentó a su mirada, serena pero triste, mientras se cerraba la puerta. Entonces, por primera vez en todo el día, sintió auténtica pena.

Recorrió arrastrando los pies los escasos metros que le quedaban hasta su vagón. Dejó la maleta en el estante, dejándose caer en el incómodo banco mientras apoyaba su mejilla contra la ventana. Enfrente, una joven se arreglaba el pelo y cruzaba mecánicamente sus bien torneadas piernas.

14 diciembre 2005

Seamos absurdos



Cuando ví esta obra en mi última visita a Oviedo, no pude resistir hacer la foto. Sabía que algún día hablaría sobre ella.

Yo, en mi inocencia más absoluta, pensaba que los andamios se montaban precisamente para subirse a ellos. Pero no, éste por lo menos no. Debe de tratarse de un monumento a la seguridad, un pequeño homenaje al obrero caído desconocido, o algo así.

Me doy cuenta de que me acostumbro a las situaciones absurdas, y ya casi nada me produce perplejidad. Será porque yo también soy en el fondo un incongruente.

El mundo de la política es el generador más productivo de situaciones absurdas, pero no me quiero detener demasiado en él ahora.

La vida sería absurda sin los políticos, pero es difícil imaginar una vida absurda que no produzca políticos. Todo es así de complicado.

Pensamos que somos personas coherentes, que nuestras opiniones tienen siempre fundamento y justificación, que nosotros somos los buenos y a los demás no hay por donde cogerlos, y de repente nos encontramos colgando un cartel de "Se prohibe fumar por motivos de salud" en un puticlub.

Si miramos adentro, no hacemos otra cosa que montar andamios para prohibirnos a nosotros mismos usarlos, de crear enomes montañas de justificaciones de nuestros actos para no reconocer que nos hemos equivocado. Y decimos que estamos felices cuando apenas podemos contener nuestras lágrimas, que nos va bien aunque no nos pueda ir peor, que no necesitamos a nadie a pesar de que mataríamos por una mirada amistosa.

Somos así: hipócritas, crueles, sensibles, orgullosos, vanidosos, miserables, ..., pero sobre todo absurdos.

Limitadamente absurdos, por eso este comentario se queda aquí. Me voy corriendo a colgar un Papá Nöel rampante para que mis niños pregunten mañana por qué hay tantos por la calle, y si van a venir todos a la vez el día de Nochebuena.

Buenas Noches.

P.D. Al Reno de la Roja Nariz le gustan más los Reyes Magos.

11 diciembre 2005

Traición


Dicen que el instante en que un hombre es más vulnerable es justo después del coito. Durante unos segundos es capaz de escuchar unos pajaritos que cantan a lo lejos, pero no de reaccionar ante una agresión cercana.

Ella lo sabía, lo había sabido desde la primera noche de pasión excesiva que tuvieran hace ya demasiado tiempo. Lo sabía y aprovechó la oportunidad. Mientras él escuchaba los pajaritos lejanos, ella con un movimiento rápido le tapaba la boca con su mano izquierda, mientras con la derecha manejaba una afilada navaja para seccionarle la yugular.

Era la típica mujer que hubiera hecho enloquecer a cualquier hombre. Bastaba su desdén para someter al más sensato de sus amantes a la peor de las torturas. ¿Por qué entonces había elegido para éste una muerte tan rápida cuando podía haberlo matado de forma mucho más cruel en vida?.

Hubiera sido una dulce venganza, sí, pero Boris era distinto. Realmente era el mayor hijo de puta que había conocido. Tenía claro que no hubiera soportado el menor incidente que tocara siquiera de refilón su hinchado orgullo. La hubiera matado, eso era seguro. No tenía otra alternativa.

Ahora observaba aquel cuerpo inmóvil, bañado en su propia sangre, con los ojos glaucos, muy abiertos, protagonizando la única mueca de sorpresa que había podido contemplarle hasta entonces. Le miraba mientras se vestía, pensando en aquellos tiempos en que se hubiera dejado matar por él. ¡Qué lejos quedaban!.

Ya no le amaba, era cierto. Desde hacía mucho tiempo. Pero se daba cuenta de que todo el inmenso odio acumulado durante meses se había esfumado en escasos segundos. No sentía nada por él. Esa era la peor carta de despedida que le podía escribir.

También dicen que después del primer asesinato se siente una especie de vacío, de vértigo, de angustia, de desazón. Y ella no sentía nada de eso. Más bien una extraña satisfacción por el trabajo bien hecho. Estaba tan feliz que estaba empezando a preocuparse.

Alejó de su mente esos pensamientos, terminó de vestirse y recogió sus pertenencias en absoluto silencio. Salió de la habitación, bajó las escaleras, y en el umbral de la puerta se encontró con el capitán de la guardia, que le interrogó con la mirada, mientras le abría la puerta. Ella asintió con un leve balanceo de su cabeza.

Cruzó el jardín nerviosa, pero sin prisa, dominando su primer impulso de alcanzar la cancela a la carrera. Llegó al bosque, y se adentró en él envuelta por las sombras de la noche y la fría niebla. Allí, en la primera curva, le esperaba un coche negro con las luces apagadas. Todo había saldo como estaba previsto.

Aquella noche quizá no había muerto solamente uno de los individuos más poderosos del planeta. Junto al cadáver de aquel hombre, invisible quedaba también el de la mujer, el de una mujer normal y sencilla, apasionada, pero en el fondo buena.

Había muerto una buena mujer, pero nacía una gran espía.

06 diciembre 2005

La ballenita


Llegadas estas fechas, he decidido contar una anécdota que me ocurrió el año pasado. Ahí va.

"Hace tiempo que quería decir algo sobre la Navidad pero se ha escrito ya tanto que resulta imposible decir algo original. Sobre las ballenas, en cambio, existe menos literatura, aunque con sus tópicos también. Vamos, que al final la ballena termina llevando a alguien en la tripa como polizón o prisionero, y éste se las agencia para escapar a la mínima oportunidad, después de amueblar adecuadamente el tenebroso recinto de las entrañas del cetáceo.

¿Qué relación existe entre las ballenas y la Navidad?. Ninguna para mí, hasta hace unos días, cuando comenzó esta historia. Era uno de esos tontos días de calentamiento previo a las fiestas, en los que empiezas ya a mentalizarte de la próxima llegada de las mismas, y quieres planificar todo lo que pueda venir. Hay que traer el Belén, y el árbol, este año comeremos menos, iremos a tal casa un día y a la otra al siguiente, y tal y tal.

Hace unos años estas cosas solían salir como uno se las había programado, pero ahora ya no. Existen uno seres pequeños empeñados en cambiar todos los años el curso de los acontecimientos. Este año, con la carta de los Reyes Magos. Aquel famoso día les insinuamos a los niños que había que escribir esa carta, la única importante del año, llenándola de algo, normalmente conocido y repetido hasta la saciedad por la TV. Eso es más o menos lo que ocurrió con Jorge, pero con Nuria pinchamos en hueso. Al principio no conseguíamos que nos dijera lo que le hacía ilusión, pero poco a poco se fue animando, y se arrancó con un par de cosas, más o menos normales: muñecas, princesas, películas de princesas o de muñecas. Pero, de repente, la muchachita soltó la bomba.¡¡¡ Quiero una ballenita!!!.

¡Ah. Si!, una ballenita, claro. Enseguida pensamos que era la típica idea luminosa y fugaz, que se olvidaría a los pocos días. Grave error. En las conversaciones posteriores, nos dimos cuenta que la cosa iba en serio, pues la corta pero repetida lista de regalos terminaba siempre con la frase: “Y lo más importante, la ballenita”.

Bueno, no pasa nada. Seguro que en las tiendas de juguetes tiene que haber ballenas, esos animales tan simpáticos. ¡Cómo no va a haber!. Pues bien, pasaban los días y la ilusión de la niña aumentaba y la ballena, que tampoco era buscada con excesivo entusiasmo, no aparecía por ningún sitio. ¿Resultado?. 5 de Enero por la mañana, y la ballenita por comprar. Ultimo regalo que queda. Voy a ponerme serio, pienso, y seguro que aparece. Yo sólo contra el Corte Inglés y un par de horas por delante. No puedo fallar.

Al principio intento escoger los lugares probables, juguetitos para el baño, peluches, cosas así. ¡¡¡Nada!!!. Hay cualquier tipo de animal, menos ballenas. Los encuentro tan exóticos como morsas, pingüinos, o mapaches, pero ni rastro del objeto de mi búsqueda. Tras media hora de repaso general, empiezo a buscar con más detalle, y ni rastro. Las oportunidades se van agotando y el tiempo más. Tengo que volver a Castellón, hemos quedado a comer, y encima mis pantalones tienen un siete, que casi parece un setenta. No va a colar eso de: ¡Huy qué cosas!. ¡Mira, no me había dado cuenta!. Decido recurrir a lo último: preguntar. Después de pensarlo mucho, claro. Porque ¿qué cara me van a poner cuando les pregunte por una ballena?.

Encima es que tampoco tengo suerte con la persona. ¿Una ballenita?, se me queda mirando en silencio, sus 45 kilos escasos, anoréxica perdida, con las tetas padentro y unos labios que ni pintados de fosforito parecen sobresalir, ni quieren abrirse para decir nada. Vamos, que hasta pienso que le ha sentado mal la pregunta. Matizo un poco. Bueno, puede ser un peluche o algún animal de plástico de esos de colección, cualquier cosa, pero que sea ballena. No importa el sexo de la ballena ni nada. Me sigue mirando con cara de decirme: ¿Te estás quedando conmigo?. Y al cabo de unos segundos interminables, murmura bajito, muy bajito, casi sin pestañear siquiera: “No, ballenas aquí no tenemos”.

Ni que decir tiene que se me cae el alma a los pies al escuchar la respuesta, porque sabido es que lo que no puedes encontrar en el Corte Inglés es porque no existe. Sin darme cuenta empiezo a buscar excusas para aliviar mi desesperación. Me acuerdo del niño del castor. ¿Seguro que oí ballena?. ¿No pudo ser bañera?. No, no, estoy seguro, tanto como que el coche no lo aparqué en la Avenida de Aragón.

Y entonces paso a estar indignado contra la sociedad materialista en la que vivimos. ¿Qué nos ha pasado?. ¿Qué fue de aquél eslogan de “Salvad a las ballenas”?. ¡Ya nadie se encadena a los barcos balleneros!. ¿Dónde está Greenpeace?. Hemos pasado de matar ballenas para hacer cremitas cosméticas a ningunearlas, lo que es muchísimo peor. Es que ya no nos merecen ni un simple peluche. ¡Pero si hasta hay mapaches blanditos!. Seguro que hasta castores si buscas un poco.

Pasada la fase de indignación viene la de la triste resignación, la renuncia, la rendición. Todavía tengo que comprar la comida del día de Reyes, y en disimular el roto de mi culo de la mejor forma posible, no sea que a alguna alma caritativa le de por invitarme a un café.

Terminados esos deberes, decido llamar para que no me esperaran a comer. Ya pegaré algún bocado por cualquier sitio. No, si ya, no pensábamos esperarte de cualquier modo. Nos tomaremos el carajillo a tu salud, pero por favor llega a tiempo para pagar la cuenta.

El camino de vuelta es desolador. Sin radio en el coche, mi pensamiento viene y va hacia la ballenita y a mi hija ilusionada. ¡Qué desengaño!. ¡Qué desilusión!. Pero, ¡si yo he sido buena!, es como si la estuviera oyendo sollozar. De repente, aparece un Todojuguete delante del parabrisas. ¿Y si…..?. Decido entrar.

Y ¡¡¡sorpresa!!!. Allí estaba. No una, tres, dentro de una piscinita hinchable, todo envuelta en una redecilla más bien malucha. Pero, por tres euros ¡qué se puede pedir!. No lo pienso ni dos veces. Mamá ballena, papá balleno y ballenita. ¡¡¡Éxito total!!!.

Aparezco por el puerto tarde pero feliz. Todos han terminado el café menos Cristina que acaba de llegar, y acaba de estrenar una cerveza. Decido imitarla en eso y también en el bocata. Nos da tiempo hasta a tomar el carajillo y a ver aterrizar a los Reyes con la niña en los hombros.

Y lo demás es imaginable. Llegada de los Reyes, caramelos de Alcampo, cabalgata, caramelos de Carrefour. Cena improvisada de bocata salchichón, eso sí, bien regado con caldos de esos que embotellan cerca de Logroño.

Cerca de la medianoche, ¡¡¡la magia!!!. Tres Reyes, con tres pajes, alguno de ellos con unos pectorales algo más desarrollados de lo normal. Un Melchor, blanco, blanquísimo, de nombre Vicente, tras repartir carbón al padre de la criatura por malo, llama a la niñita, y le dice: “Sé que corres mucho y que eres un poco traviesa””, y le da un paquetito fácil de abrir con tres ballenitas, una piscina hinchable y una red malucha.

Y Nuria, con los ojos brillantes de la emoción, y el asombro que apenas le deja hablar, apenas acierta a decir. ¡¡¡Qué suerte. Es lo que había pedido!!!.

Volvemos los cuatro felices a casa, con una sonrisa en los labios que no tiene ganas de marcharse. Nuria quiere bañarse enseguida con las ballenitas, pero le prometemos que al día siguiente. Duerme abrazada a ellas, a la espera de nuevas sorpresas, y nuevos regalos. La ilusión continuará mañana."

27 noviembre 2005

Vivir o morir (Una historia a medias) Parte II

De repente escucho un golpe seco, el de su cuerpo caer en el agua, y... ¡despierto!. ¿Estoy soñando?.

Al abrir los ojos puedo percatarme de que la situación actual no es mucho mejor. El ruido que acabo de escuchar es el de mi propio cuerpo al caer en el agua. Me veo inmersa en un descenso vertiginoso hasta el fondo de río hasta que choco con algo duro.

El golpe consigue aturdirme un poco más. No sé dónde estoy, si arriba o abajo, si viva o muerta. Suelto algo del poco aliento que me queda y observo las burbujas subir. En un postrero impulso, empleo las pocas fuerzas que me quedan y asciendo lo más rápido posible hacia la superficie.

Pero poco antes de llegar veo un bulto sospechoso, un cuerpo inerte que se desplaza muy lentamente hacia arriba. Dudo un instante en la ascensión, pero decido seguir subiendo. Al salir parece que mis pulmones van a explotar. Los lleno con todo el aire de que soy capaz, tosiendo hasta expulsar todo el agua que me había entrado, y vuelvo a sumergirme.

Encuentro el cuerpo sin dificultad y tiro de él con rabia pero no encuentro resistencia, ninguna señal de vida. Sin tiempo ni a mirar su cara uno mis labios a los suyos y le impulso todo el aire que cabe en sus pulmones.

Nada. No consigo nada. Entonces puedo ver su cara. Sí, es él. Noto que la angustia y la desesperación se apoderan de mí. Vuelvo una y otra vez con la reanimación mientras intento alcanzar la orilla. Ya sin esperanza deposito su cuerpo sobre la arena y me abrazo a él.

Estoy exhausta, al límite de mis fuerzas. Oigo la sirena de la ambulancia acercarse, y cómo los enfermeros gritan algo. Pruebo por última vez, expulsando hasta el último soplo de aire de mi cuerpo, y un torrente de agua sucia invade mi boca.

Por fin ha reaccionado, está tosiendo. Su cuerpo empieza a moverse como por espasmos. En ese momento las fuerzas me abandonan y me desmayo. Sólo recuerdo una cara a mi lado y una bendita palabra: ¡Vive!.

Ahora, desde el borde de la cama del hospital me mira y sonríe.

Por Rodolfo, el Reno de la Roja Nariz

Vivir o morir (Una historia a medias) Parte I

Esta es una historia que me encontré en un espacio muy interesante. La autora invitaba a sus lectores a terminarla, y eso es lo que hice. Con tan buena fortuna, que publicó mi final.
Aquí empieza la primera parte, íntegramente escrita por Laidy Dark.


-"Son las 15.43 de la tarde, hace una calor horrible, voy en el coche con mi novio intentando bajarme los humos de una reciente peleílla con el aire acondicionado enchufado a la cara.

No nos decimos palabra, ni siquiera nos miramos. Estamos volviendo a casa tras pasar la mañana en la piscina de sus primos. Esa carretera, al ir por fuera del casco urbano, a esa hora está muy solitaria.

Avanzamos rápido, en poco de quince minutos estaremos en casa. Para nuestra sorpresa, al llegar a la altura del puente que cruza el río de la ciudad, hay un accidente. Un camión había volcado y todos los coches quedaban atascados del comienzo a la mitad del puente.

Realmente, el momento es agobiante, camión volcado, seis o siente coches y cada vez más llegando por detrás, y no puedes comentar -"¡Vaya la que se va a liar!"- ... simplemente bajas la cabeza y esperas. Parece ser que ya han llamado a la policia y a urgencias. Sólo queda esperar.

Cada vez más coches parados encima de ese puentecillo, y un camión tumbado .... no sé si es porque me estaba poniendo nerviosa o es que todo el coche tiembla. Comienzo a mirar para un lado y otro .... lo miro a él con cara de <<¿Notas algo?>> ... Pero apenas me mira. El temblequeo me está poniendo nerviosa <<¿Es del coche?>>.

Salgo del coche. No, no es el coche, es el puente .... Veo con ojos de pánico las grietas que se forman en el centro y que se van expandiendo a lo ancho y a lo largo del puente.

Entro corriendo en el coche .... -"Hay que salir, el puente se está rompiendo!!"- ... Sólo me mira .... y dice: -"Tú y tus paranoyas ...."-; Me quedo helada; tanto no había sido la pelea como para dejar que ocurra una desgracia. -"Vamos!! Sal por favor!! ¿¡No me crees!?"- digo con el corazon en un puño y con las lágrimas saltando de impotencia.

Sale del coche .... y ve lo mismo que yo ....Corre <>. Al empezar a correr los trozos de puente comienzan a levantarse .... Grito a los de los demás coches que salgan rápido.

Demasiado tarde, no entiendo nada, sólo actúo. Todo pasa tan deprisa ... . Me caigo al suelo ante el levantamiento de una placa del puente, mi novio acude corriendo a levantarme, pero con el pánico surgido todo el mundo corre y se cae, nadie mira a nadie, sólo se preocupan de su propia supervivencia.

Ahí estoy yo, hiriéndome las manos agarradas a un trozo de cemento y hierro levantado, gritando su nombre. Cuando llega hasta mí consigue subirme, interponiéndose entre el vacío y yo. Una persona que pasa corriendo, me mete un codazo, echándome hacia delante de un empujón, que se transmite a mi novio que está delante.

Le veo caer por una grieta del puente, tras llevarse un golpe en la cabeza. Me quedo en blanco .... quiero saltar... Pero tengo miedo, quiero ir a buscarle, pero .... pero ... .

Mientras dudo arrodillada por donde lo he visto caer, aparece un hombre uniformado y me agarra <> ...-"¡¡No, mi novio!! ... ¡¡Mi novio ha caído al agua, por favor!!"-

Me agarran fuerte, no me dejan actuar. Quiero lanzarme, quiero ir por él, no puedo vivir sin él y ellos no parecen escucharme, no me entienden ...

¡Ahora!. Es mi ultima oportunidad .... .

Puedo librarme bruscamente del policia y saltar a buscarle. Prefiero morir a vivir sin él. Puedo esperar a que los especialistas le encuentren, ellos sabran mejor lo que hacen, aunque para entonces, quién sabe..., tal vez tenga que vivir sin el"-.

Por Laidy Dark http://spaces.msn.com/members/ojos-negros/

25 noviembre 2005

A kiss to build a dream on

Tras cruzar el umbral de la puerta, empezó a realizar mecánicamente las mismas acciones que día tras día llevaba a cabo cuando llegaba a casa: pulsar el interruptor de la luz, dejar la cartera encima del mueble del comedor y encender la radio.

Solo que éste no era un día normal. Su chica se acababa de despedir de él para siempre, con un simple beso y un par de excusas que querían ser explicaciones.

Así que, en lugar de ir directo a la nevera y abrir una cerveza, se dejó caer en el sofá, abatido, mientras una larga serie de anuncios estridentes contribuían a empeorar todavía más su estado de ánimo. No comprendía nada de lo que le estaba pasando y el ruido no le ayudaba precisamente a pensar con tranquilidad. Estaba desesperado y con la cabeza a punto de estallar.

De repente, los anuncios pararon, y una cálida voz de locutora anunció una canción, cuyo título no pudo escuchar, embebido como estaba en sus pensamientos. Tras una breve pausa, el sonido de la trompeta le despertó del trance en que se encontraba.

Era una grabación antigua, que él había escuchado alguna vez en algún sitio. El sonido le recordaba al del viejo gramófono de su abuela, con sus discos sólidos, duros, de baquelita creía él, los del inevitable sello del perro y el gramófono. Pero éste era de los últimos, de música "moderna" como le gustaba decir a ella.

Tras los primeros acordes, la voz desgarradora, inconfundible de Louis Armstrong, atravesó sin resistencia la escasa oposición que ofrecía su cuerpo, para invadir de lleno su espíritu.

Y la verdad es que le vino bien, pues le permitió por un breve instante, casi infinitesimal, olvidar la confusión en la que estaba sumido. Se tranquilizó y decidió escuchar la canción: "Give me a kiss to build a dream on...".

¡Horror!. No podía creer lo que estaba escuchando. Parecía hecho a propósito. La canción hablaba de una situación idéntica a la que estaba viviendo en ese mismo instante.

Dame un beso para construir un sueño. Y mi imaginación crecerá sobre él. Cariño, no te pido más: un beso para construir un sueño.
Dame un beso antes de abandonarme. Y mi imaginación alimentará mi corazón hambriento. Dame algo antes de que nos separemos. Un beso para construir un sueño.

El ya tenía su beso, pero no la esperanza del autor de la canción. Decidió no construir ningún sueño sobre ese beso, y sintió el sabor amargo de la desesperanza en el paladar de su alma. Quería llorar, pero las lágrimas no acudían. Ellas también se habían ido.

Y entoncés pensó que el también debía partir, mientras llenaba la bañera con agua caliente. "Es la muerte más dulce", pensaba mientras la melodía de la canción se repetía una y otra vez en su cerebro. "Muerte dulce", pensaba mientras sonreía con sarcasmo.

Se metió en la bañera y se relajó. Al poco comenzó a verlo todo de un rojo claro, que se volvía poco a poco más intenso, más oscuro. Comenzó a tener sueño, la vista se le comenzaba a nublar. Le pareció que la radio volvía a cantar "Give me a kiss to build a dream on...", mientras sonaban unos golpes en la puerta....

17 noviembre 2005

El final del psicópata

Fue tan sólo un instante fugaz, el tiempo que se tarda en girar discretamente la cabeza para curiosear, para comprobar quién ha ido y quién no, sopesando los sentimientos de cada cual mediante la observación de las caras y las manos.

Estaba allí, erguido, serio, las manos cruzadas en actitud de respeto. Llevaba un vestido gris, muy elegante aunque de corte algo anticuado. En su cara, ligeramente bronceada, destacaban unos ojos negros, grandes, enmarcados por unas cejas finas y unas pestañas más largas de lo normal.

Con esos ojos le atizó una mirada dulce, muy tierna, que la dejó paralizada unos segundos, hasta que el calor creciente de sus mejillas le hizo reaccionar, girando bruscamente su rostro hacia el lugar en el que los albañiles terminaban de sellar el nicho donde a partir de entonces reposaría su madre.

A pesar del escaso tiempo que lo había observado, sabía que era el hombre de su vida, aunque hubiera jurado que no lo había visto nunca pese a su aspecto ligeramente familiar.

Hizo un gran esfuerzo de voluntad para no volver a girarse, esperando impaciente el fin del acto para encontrar cualquier excusa y tropezarse con él.

Pero por mucho que buscó no consiguió localizarlo. Preguntó a todo el mundo y nadie le supo dar razón.

Con el paso de los días la obsesión por encontrarle se fue haciendo cada vez mayor.

Sentía cierto remordimiento de conciencia por lo reciente de la muerte de su madre pero pronto se le pasaba al recordar sus últimos meses.

Había sido una pesadilla. La mujer prácticamente inmóvil, sin apenas muestras de lucidez, insultando a cuantos le rodeaban, haciéndose encima y con ataques periódicos de ira, que entre ella y su hermana apenas podían contener.

Las dos habían envejecido en dos meses lo que en diez años, pero a su hermana se le notaba más, pues era dos años mayor, y las escasas canas que apenas destacaban en su bonita cabellera rubia habían poblado todo el cuero cabelludo, proporcionándole un aspecto similar al de su difunta madre.

Trascurrida una semana, decidió salir a buscarlo. Comenzó por los lugares habituales: oficinas, bares, supermercados, polideportivos, gimnasios; y continuó por los menos frecuentados, los marginales, los nada recomendables. Tuvo que soportar más de una proposición poco honesta.

Comenzó a desquiciarse. Comía cada vez menos, bebía cada vez más. Ya casi no sabía ni el día en el que estaba.

Una noche volvió destrozada por el cansancio y por el alcohol. Abrió la puerta y se encontró la luz encendida. Sentada en la mesa camilla vió una imagen que la terminó de trastornar. Era su madre, con el mismo semblante serio y duro con el que la miraba en los últimos tiempos, el mismo que tenía hasta poco antes de morir.

No pudo soportar esa mirada otra vez. Esquivándola, se abalanzó como un rayo, dirigiendo sus manos hacia el cuello con rabia, pero la silla no pudo soportar el empuje de su desesperación, tirando a su ocupante por tierra.

Cuando volvió a ser dueña de sus actos, comprobó con horror que la persona inmóvil que yacía en el suelo, con un hilillo de sangre saliendo de la comisura de los labios no era su madre, sino su hermana.

Tras comprobar que su corazón ya no latía, se dejó caer desesperada en la silla que quedaba libre, y entonces ... LO VOLVIÓ A VER.

En una de las viejas fotografías que había estado ojeando su hermana estaba allí, sonriendo feliz junto a su madre. Llevaba exactamente el mismo vestido gris, y pese a la poca claridad de la foto, se adivinaba en su rostro la misma mirada dulce de aquel día en el cementerio. Sí, no cabía duda. Era su padre.

Su padre había fallecido al poco de nacer ella, y su madre, desde entonces nunca quiso contarles lo más mínimo sobre él. Era un tema tabú. Les dijo que había quemado todas las fotos, todos los recuerdos, para que nada le recordara lo felices que habían sido, pero olvidó unas pocas en una vieja caja de madera.

Reunió lo poco que le quedaba de serenidad para llamar a la ambulancia y la policía. Se la llevaron esposada al cuartelillo, dejándola salir tan sólo para el nuevo entierro. Pero esta vez no acudió él. Un buen abogado y un psiquiatra la salvaron de la cárcel, pero no del declive final.

La soledad multiplicó sus obsesiones y su complejo de culpa. Esperaba de nuevo otro encuentro con él. Enloqueció definitivamente, pasando los últimos días de su vida en un centro psiquiatríco.

Poco antes de morir, en el instante ése que revivimos los acontecimientos pasados, por un sólo instante, y por última vez lo volvió a ver.

14 noviembre 2005

Dentro de mí mismo (3ª parte)

La espera concluyó al poco tiempo. Como relojes perfectamente sincronizados aparecieron los tres en el comedor, y se volvieron a ir. Mi padre se sentó en el sofá a terminar de leer el periódico, mi madre se fue a la cocina, y mi hermana ... se dirigió al sofá.

Se iba acercando con cara de disgusto, porque que le fastidiaba tener que disputar un trocito de su sitio preferido. De hecho, me increpó de muy malos modos, y al ver que no me movía, me zarandeó. Ella esperaba cierta resistencia por mi parte a su empujón, pero no fue así. Mi posición me permitió ver primero su expresión de sorpresa, y después la de pánico, que acompañó con un grito agudísimo, al comprobar que mi cuerpo no reaccionaba.
Como resultado del grito, mi madre acudió corriendo, y mi padre pegó un brinco, tirando periódico y sillón. Intentaron reanimarme como sabían, pegandome palmadas, hablándome, gritándome... Me llegaron a verter un jarro entero de agua por la cabeza. Y yo, que sentía perfectamente todo lo que me estaban haciendo, no podía responderles de ninguna manera.
Me tomaron el pulso, y parecieron tranquilizarse un poco. Vivía, por lo menos se sentían unos latidos tímidos, lejanos, que indican que todavía existía la esperanza. Querían llevarme al hospital pero entre los tres no podían arrastrar mi peso muerto. Así que llamaron a una ambulancia.

Esta vez creo que se les hizo a ellos más larga la espera que a mi. Mi madre y mi hermana no paraban de llorar. Cuando parecía que iba a callar una, la otra volvía a la carga con más fuerza. Mi padre, mientras tanto intentaba en vano calmarlas a las dos.

Los enfermeros fueron bastante rápidos, la verdad. No intentaron grandes operaciones de reanimación. Después de reconocerme, me colocaron con mucho cuidado en la camilla, inmovilizándome la espalda. Antes de llegar al hospital, ya tenía puesto el gotero, operación que me dolió horrores pues la aguja resbalaba entre curvas y baches, clavándose repetidamente en diferentes partes de mi carne, antes de encontrar su vena.

Era domingo, y como ocurre en todo hospital que se precie, solamente había personal de guardia. El médico comprobó que mis constantes vitales estaban bien, me tomó sangre, me hizo una radiografía, un tac, y ordenó que me subieran a la habitación.

El panorama allí no podía ser más desolador. Tenía al lado un accidentado, con venas por todas partes, la cara totalmente magullada e hinchada, que le daba una expresión a medio camino entre la estupidez y la locura. Tenía los ojos como idos, inexpresivos, el tabique nasal desplazado, y un hilillo de saliva resalaba por la comisura de los labios deformes mientras balbucía algo, en pleno estado de delirio. Tenía al lado una mujer madura y una adolescente, totalmente hundidas, al borde de la cama.

Este ambiente, unido a la incertidumbre que tenía mi familia, pues nadie sabía decir qué me ocurría, hizo que me sumiera en una profunda tristeza. Por suerte, debieron administarme un calmante, porque la cabeza dejó de dolerme, y poco a poco el sueño me venció.

Cuando me desperté, vi a mi padre a mi lado. Había pasado la noche conmigo, y tenía el rostro ojeroso, cansado. Todavía no se había aseado. Me dijo algo. Parecía más animado, pero al ver que yo no contestaba, una mueca de desánimo cambió su expresión por un segundo. Después pareció tranquilizarse otra vez. Deduje que había dormido poco y pensado mucho. Estaba resignado y era consciente de su impotencia.

Todo su autocontrol se vino abajo cuando entró el equipo médico en pleno. El que llevaba la voz cantante de la comitiva no sabía como quitárselo de encima. Fueron al pasillo a hablar. El especialista le vino a decir que no sabían muy bien lo que tenía, pero que todavía faltaban algunos resultados de las pruebas. Había que esperar.

Al cabo de una hora, más o menos, entró una enfermera. Cambió el gotero, y mezcló en él una medicina, dándole unas instrucciones a mi padre que yo no pude oir. A medio día vino mi madre a relevar a mi padre. Comieron juntos, dejándome un rato a solas.

Poco después de comer, entró otra enfermera acompañando a un médico distinto del de la mañana. Venía sonriente, con unos papeles en la mano, como un niño pequeño que está deseando revelar un secreto. Se dirigió a mi madre con frases tranquilizadoras, y por primera vez la vi sonreir.

El nuevo médico dispuso que me cambiaran de habitación y de planta. Esta vez, en el cuarto no se respiraba un drama, sino más bien el aburrimiento, lo que era de agradecer. En la cama de al lado, mi compañero leía un libro, moviéndose constantemente a causa del malestar que le causaba estar tantas horas acostado.

Volvieron a cambiar el gotero con la misma medicina, y me dormí hasta el día siguiente. Al despertar ya no estaba mi madre, sino mi hermana. Me dio mucha alegria verla. Instintivamente intenté tocarla y... mi brazo se movió.

Lenta y torpemente al principio, mi mano llegó hasta el brazo de mi hermana que agarró bruscamente. Intenté hablar pero salió un sonido ininteligible. Parecía borracho, pero mi mente estaba despejada. Simplemente, se me había olvidado hablar y moverme, después de casi tres días de inactividad.

Estuve todavía un par de días más en el hospital, en observación y recuperándome. Me explicaron que había desarrollado una enfermedad vírica, una cepa de temporada, que atacaba al sistema nervioso. Era un mal relativamente raro pero no había sido el único caso.

No hace falta decir que la semana siguiente fue la más feliz de mi vida.

11 noviembre 2005

Dentro de mí mismo (2ª parte)

El pánico se fue adueñando de mi, a medida que pasaban los minutos y veía que aquello no era una pesadilla que fuera a terminarse al despertar. Llegué a pensar que estaba muerto, porque nadie sabe con certeza que se siente al estar muerto. Dicen que cuando mueres se libera el alma y abandona el cuerpo. Pues yo me sentía exactamente así, aunque más bien parecía que era el cuerpo quien había abandonado al alma y no al revés.

Recapacitando un poco llegué a la conclusión terrible de que mi situación no tenía nada que ver con una liberación. Era todo lo contrario: estaba prisionero dentro de mi cuerpo. No podía abandonarlo, verlo desde la distancia, triunfante sobre la muerte, cómo se iba descomponiendo, cómo volvía al polvo del mundo.

Es difícil explicar la desazón que produce saber que estás retenido en un lugar sin conocer por cuánto tiempo ni por qué. Creo que solamente los secuestrados han conocido esta situación. Al principio piensas que esta situación es temporal, que pasará en poco tiempo. Es una falsa ilusión, un modo de aferrarse al último madero de un naufragio. Después atraviesas una fase de rabia incontrolable, con el agravante de que no había forma de exteriorizarla, gritando, llorando, riendo....Al final llega el conformismo, la adecuación al nuevo estado, la resignación, la derrota.

Yo pasé por las tres fases en poco tiempo, y cuando llegó el momento de la claudicación final, mi cerebro dejó de luchar, se paró en seco a descansar, quedándose momentáneamente en blanco. Quizá fuera el único momento placentero, pero duró muy poco tiempo, segundos tan sólo.

Tras el receso me dí perfecta cuenta de que la cabeza me seguía doliendo una barbaridad. Era la confirmación final de que seguía vivo. A los muertos no les duele la cabeza, y no me he encontrado ningún parapsicólogo que lleve aspirinas a sus sesiones de espiritismo.

¡Aspirinas!, pensaba. Daría la vida por aspirinas. Sí, estaba vivo pero la situación no mejoraba demasiado. ¿Qué coño me estaba pasando?. No recordaba haber tomado nada raro la noche anterior. Lo de siempre, vino para cenar, una copa de whisky para el postre, y cubatas, en número indeterminado pero finito, eso sí lo tenía claro.

Mis conocimientos médicos se limitaban a lo que había podido oir o ver a lo largo de mi vida, que no era demasiado.Sabía, por ejemplo, que las lesiones de la médula espinal producían parálisis como la que yo padecía en ese momento. Además eran incurables. Los enfermos vivían postrados durante lo que les restaba de vida, que en mi caso podrían ser decenas de años, siendo una carga insoportable para sus familias.

Mientras pensaba en eso, la angustia y desesperación crecían en mi interior. Necesitaba saber, necesitaba ayuda, necesitaba, necesitaba... Empezaba a necesitar demasiado. La ansiedad me mataba, la espera se estaba haciendo demasiado larga. Cada segundo me parecía una hora completa.

No se cuanto tiempo pasó, horas, minutos, no sé. Pero recuerdo perfectamente el sonido de la llave entrando en la cerradura, el portazo, los pasos en la escalera, de nuevo la cerradura, el sonido de las voces, el aliento cortado por el frío, la respiración agitada después del ejercicio...

De todos los que habían salido a pasear, solamente quedaban mis padres y mi hermana pequeña, los únicos, aparte de mí que quedaban en casa. Nada más verlos cruzar el umbral de la puerta ensayé mi mejor grito, pero las paredes no me devolvieron mi sonido. Ellos tampoco me oyeron. Ni siquiera parecieron verme. Entraron corriendo a sus respectivas habitaciones para quitarse los abrigos y ponerse cómodos, mientras yo me consumía en mi impaciencia...

06 noviembre 2005

Dentro de mí mismo (1ª parte)

El otoño había llegado de repente esa tarde de domingo. El cielo estaba gris, y soplaba un viento frío y desagradable que se filtraba por las rendijas de las ventanas y de las puertas, produciendo ese ruido tan desagradable, que odio con todas mis fuerzas.
Me había levantado hacía no mucho, cerca de la hora de comer, con cierto dolor de cabeza. Lo habitual, después de una noche de fiesta, pensaba, aunque quizá me encontrara algo peor que otros días. Debía de haber cogido algo de frío por la noche.

La comida de los domingos solía ser copiosa y con abundante presencia de gente. Solían acudir a casa hermanos, cuñadas, sobrinos, y a veces hasta algún amigo. Creo que celebrábamos algo, aunque esto también era bastante habitual por aquellas fechas.

Después de una larga sobremesa, con abundancia de cafés y licores, o el ambiente estaba demasiado cargado o mi cabeza demasiado embotada, pero necesitaba levantarme y salir de allí. Por no oir a mi madre preferí aguantar lo máximo posible, hasta que un alma caritativa propuso ir a dar una vuelta para despejar los ánimos.

La idea fue acogida con entusiasmo. Incluso pensé en apuntarme al paseo y todo, pero el ruidillo del viento entrando por las rendijas y la posibilidad de poder disfrutar del sofá en solitario fueron suficientes para que decidiera quedarme.

Argumenté que no me encontraba muy bien, lo que era cierto, y que me interesaba la película de la TV, lo que era absolutamente falso. Tras unos tímidos intentos de convencerme para que cambiara de opinión, se fue todo el mundo, y yo aproveché para ir corriendo a buscar mi mantita, y recostarme en el sofá con la sana intención de dormir una buena siesta. Me encantan las siestas de invierno con manta a los pies y sonido de fondo de película abominable.

Sin embargo esta vez no podía dormir. No se me iba el dolor de cabeza y cada vez que cerraba los ojos notaba unos pinchazos agudos en las sienes que me dejaban temblando. Así que no tuve más remedio que tragarme el bodrio, mientras trataba de soportar estoicamente el dolor.

Pareció por un momento que el malestar bajaba y me vencía el sueño, pero entonces vino un pinchazo más fuerte y agudo de lo normal, que me decidió a levantarme para buscar un analgésico.
Pero al intentar moverme, noté con espanto que las piernas no me respondían. Ni siquiera las sentía. No era capaz de mover los dedos de los pies, de flexionar las rodillas, girar las caderas, nada. Quise apoyarme con los brazos pero tampoco podía.

Enseguida me di cuenta de que mi cuerpo ya no obedecía ninguna de las órdenes que le daba mi cerebro. Estaba fuera de mí, allí acostado en el sofá, rígido, inmóvil, pero capaz de razonar perfectamente. No sentía nada especial, ni diferente a tan sólo unos minutos antes, pero notaba que cada vez mi cuerpo me pertenecía menos.

31 octubre 2005

Jalogüin


Hoy es uno de esos días que invita a hablar de temas tan gastados como la globalización, el auge de las costumbres importadas, la comida basura, y, en general, la crítica a todo lo que huele a anglosajón, o a estadounidense.

Yo tampoco estoy, en estos momentos, ansioso por vestirme de bruja, vaciar una calabaza, llenarla con velas, y pasear disfrazado por la ciudad, algo que me encanta hacer, por cierto.


No soy detractor de las costumbres importadas, y me importa poco de donde vengan, siempre que no reemplacen a las nuestras. El problema es que eso es precisamente lo que ocurre. La única costumbre que no nos apetece cambiar es la de sustituir lo viejo por lo nuevo sin preguntarnos si valía lo anterior.

Mañana es el día de Todos los Santos. Los cementerios se llenarán de gente, que acudirá a recordar a los familiares que les faltan. Es nuestra costumbre. Una costumbre que mañana tampoco seguiré.

Os preguntaréis por qué. ¿Es una tradición absurda?. Yo creo que no, pero no dejo de preguntarme las razones de la gente para seguirla.

Imagino que algunos irán para sentirse mejor, para acallar su conciencia, que les grita ese día que se han olvidado de todos los que tanto hicieron por ellos.

Otros acudirán a la hora principal, con un gran ramo, para que les vea todo el mundo. Por dentro sabrán si sienten la pena que demuestran hacia afuera. No dudo de que muchos lo hacen, pero se han acostumbrado a actuar, y exageran lo que tal vez sea un sentimiento sincero, pero más sereno.

También irá mucha gente, que añora a los suyos el resto del año, y va ese día a cumplir con la tradición.

No creo que yo sea un caso aislado. Conozco a mucha gente que no irá mañana al cementer¡o, pero no deja de recordar a sus seres queridos durante todo el año, y lo que es peor, les echa mucho de menos.

Podría ir, es cierto. No costaría demasiado sacrificio. Pero, ¿para qué?. Los que ya no están no me lo van a agradecer, y los que están no me van a decir lo que yo debería sentir. Eso ya lo se yo. No me apetece demostrarlo. Nunca me ha gustado exteriorizar mis sentimientos.

Así pues, mañana no seguiré esta tradición tan rancia, pero acabo de importar otra y me siento más rico.

Hace un par de horas, terminé de leer "El monte de las ánimas", una leyenda de Becquer. Estupenda lectura para esta noche.

25 octubre 2005

Los entendidos

He leído recientemente dos entradas magníficas relacionadas con comportamientos sociales, que me han hecho reflexionar.

Una de ellas habla, resumiendo mucho, sobre la ausencia de valores de buena parte de la sociedad, el culto a ídolos de barro, la falta de formación y de cultura.

La segunda se centra más en determinados comportamientos, de personas que, aunque íntimamente gustan de la mayoría de modas que aparecen, lo niegan hasta la saciedad, y hasta las condenan por parecer más sabios.

Los dos tienen razón. Es cierto que existe una parte importante de la sociedad que no tiene ninguna inquietud por la cultura. Nunca han leído un libro, si ojean un periódico distinto del Marca es para ver la sección de anuncios, pero se han aprendido hasta la letra pequeña de las revistas del corazón. Suelen juzgar y valorar a las personas por las veces que han salido en la televisión, por la fama, o por su cuenta corriente. Su lema de la vida es "Tanto tienes, tanto vales".

Pero también abundan los que, teniendo un nivel cultural similar al de los primeros, reniegan de su condición. Pretenden dar a los demás lecciones sobre temas que no dominan, empleando siempre frases descalificantes y demoledoras para tapar su ausencia total de criterio, pues su opinión se funda generalmente en la lectura entre líneas de algún artículo de El País del domingo.
Son los entendidos. Existen muchas categorías de ellos. Los entendidos en cine son, quizá, los más añejos. Han estado ahí toda la vida. Ante una película, que por supuesto no han visto, recopilan las opiniones de todos los críticos de cine de periódicos y revistas, y suelen descalificar siempre las que tienen éxito en las taquillas y entronizar las películas coñazo de escasa tirada, pero con el cartelito de arte y ensayo.

Otros entendidos típicos son los expertos en vinos. Conocen todos los tipos de uvas, cómo se mezclan, las mejores cosechas de los últimos 50 años de cada denominación de origen, la temperatura a que debe servirse cada tipo de vino, la última clasificación de los caldos más prestigiosos realizada por alguna revista especilizada. Te miran por encima del hombro y te increpan si sugieres mezclar el vino peleón que tienes encima de la mesa con algo de gaseosa. En cambio, no dejarán de alabar la inmejorable calidad de un Don Simón caducado, si previamente has tenido la precaución de meterlo dentro de una botella de Viña Albina Gran Reserva 1.982.

Existen más tipos, hay enterados de casi todo lo que te puedas imaginar: política, música, literatura, deportes de riesgo.

Pienso en toda esta gente que en el fondo desea reirse con Torrente III, pero que prefiere ver algún tostón políticamente correcto sobre el racismo, dirigido por algún cineasta iraní refugiado en Corea del Norte, para sentirse más importante, más comprometido, superior al resto. ¿Vale la pena sacrificar esos momentos divertidos por dosis de vanidad o de autoestima?

Tengo una amiga que, en su propia boda, se enfadó con la orquesta porque osó tocar un pasodoble, y ella "odia la pachanga". Nos cortó el rollo a todos los que estábamos allí, y encima se fue a casa enfadada. ¿Ganó algo con eso?.Pues se perdió disfrutar el resto de la noche, de una de las más importantes de su vida, por una gilipollez.

Al cabo del tiempo, a todos los entendidos se les ve el plumero. Pierden todo su supuesto prestigio, y además no disfrutan de la vida.

Admiro a los sabios, a los que de verdad tienen conocimientos amplios y profundos sobre unos pocos temas, tanto si se molestan en compartirlos con los demás como si no.

Y también existe gente que aborrece sinceramente muchas de esas modas. Me parece muy bien que existan personas con criterio propio, capaces de decidir lo que les gusta o no, sin dejarse arrastrar por la corriente.

Lo que me parece estúpido es ir contra corriente porque si. Creo que es saludable comer hamburguesas de vez en cuando, beber sangría, leer novelas de Corín Tellado, o el Marca, ver películas de Paco Martínez Soria con alguien a tu lado que se ría a carcajadas, bailar la canción del verano... De vez en cuando, no siempre, pero solamente si disfrutas haciéndolo.

La vida ya es bastante desagradable a veces como para tragar sapos por deporte, ¿no?




11 octubre 2005

La mirada del Diablo


El Diablo la miró desde su altivez, pero ella, en lugar de arrugarse, sostuvo su mirada durante unos segundos, encontrando un atisbo de ternura en el interior de sus ojos azules, que no esperaba.
Ella se dio cuenta de que acaba de descubrir en él un recuerdo del ángel que un día fue, o que quizá todavía deseaba ser.
Y no pudo evitar que un estremecimiento le recorriera de la cabeza a los pies.

09 octubre 2005

Ostracismo

El buscador de perlas era muy joven, tan sólo un niño. Necesitaba ese trabajo para vivir porque la mayoría de días no tenía ni un poco de pan que llevarse a la boca. Si tenía suerte y conseguía una perla tendría solucionado el problema de comer hoy.
Sin embargo no dejaba de ser un niño, más pendiente de jugar que de obtener mucho rendimiento de su trabajo. Hoy había sido un buen día. En su pequeña bolsa descansaban dos perlas. Se sentía contento, y aunque seguía buceando , ya sólo lo hacía por placer.
Por el placer de ver la luz del sol atravesar las aguas de color turquesa, vistiendo de colores muy vivos todo el arrecife de coral.
Se detenía a contemplar los rizos verdes de las algas cayendo sobre las complejas estructuras de color rojizo, agitándose con la corriente y el oleaje, como la larga melena de una muchacha frente a la brisa del mar. Le gustaba hacer estas extrañas comparaciones porque jugaba a convertir en personajes reales los animales y las cosas que veía.
Sería por deformación profesional, supongo, que vio una ostra enorme, solitaria, medio oculta en un rincón. Pero en vez de buscar una nueva perla con la que rematar el día, quiso hablar con ella.
- ¿Cómo estás?, le preguntó. Ya se que es un tópico, pero, ¿te aburres?.
- ¿Qué es aburrirse?, contestó la ostra.
- Pues lo contrario a divertirse, dijo el niño, aún a sabiendas de que no era totalmente cierto.
- Mal puede aburrirse entonces quien no se ha divertido nunca, replicó la ostra.
- Te lo preguntaré de otra forma. ¿No te cansas de hacer siempre lo mismo?.
- Tal vez me cansaría si hiciera todos los días lo mismo, pero no es así, afirmó la ostra. Estoy constantemente haciendo cosas. Me llega agua desde muchos sitios, de muy diferentes lugares, que me atraviesa todo el cuerpo, y luego devuelvo al mar.
- Pero eso ¿no es hacer siempre lo mismo?, preguntó el niño.
- No, ni mucho menos. El agua que me llega es diferente siempre a la anterior. Sabe y huele de distinto modo en cada instante. Sus nutientes son muy ricos y variados, y lo mejor de todo, es un excelente vehículo de información.
El mar me cuenta grandes historias de naufragios, de grandes batallas, de huracanes, y maremotos; otras pequeñas de felicidad cotidiana, de desamores, odios, desdicha... Y yo no entiendo nada, porque no tengo sentimientos. Si los tuviera tal vez experimentaría lo que es el amor, el odio, la diversión o el aburrimiento.

Muchos años después el niño se convirtió en un adulto, alcanzó una pequeña fortuna con el taller de joyas que creó para sacar mejor provecho de sus perlas. Viajó por muchos paises, y un día se encontraba en el desierto con un tuareg.
- ¿Te aburres?.
- No, el desierto está cambiando siempre, las piedras, la arena, todo cambia. El viento que azota mi cara también me proporciona mucha información valiosa. Me cuenta historias de batallas, de guerras, de felicidad, de amor, de odio ...

El hombre acarició una perla que siempre llevaba en su bolsillo derecho, la sujetó con sus dedos, la sacó y la situó frente al sol primero, y después al trasluz. A pesar de que la consideraba perfecta, pudo comprobar una gran cantidad de detalles que le habían pasado desapercibidos hasta la fecha, y comprendió que también la perla le podía proporcionar mucha información. La ostra y el tuareg tenían razón.

Hasta un cielo negro, sin estrellas y sin luna tiene gran cantidad de matices, si sabes apreciarlos.

04 octubre 2005

La leyenda de la chica del Ragudo

"La chica del Ragudo estaba muchas veces allí, de pie haciendo dedo en una de las escasas rectas que tenía ese famoso puerto de montaña que comunica las tierras altas de Aragón con las suaves colinas del Alto Palancia.

Tenía un perfil inconfundible, la silueta delgada y alargada, como una sombra más de una noche de luna llena. Vestía de forma sencilla, pero atractiva. O quizá era su personalidad lo que convertía en atractivo todo lo que estaba a su alrededor. Llevaba siempre, fuera verano o invierno, un vestido largo hasta los tobillos que resaltaba su esbelta figura, acompañado de una chaquetilla o un abrigo, según la temporada.

Su pelo, muy largo y negro le caía sobre la espalda ordenadamente a pesar de que no lo recogía con nada. Por delante se pegaba a sus mejillas, apenas tapándole las orejas, algo grandes, lo que contribuía a alargar un tanto su cara ovalada.

Tenía los ojos negros, enmarcados en la fina y alargada curva de sus cejas, algo hundidos en sus cuencos. Los que la vieron, me contaron que su mirada era triste y profunda, como la que tiene un desterrado que ve partir los barcos hacia su país de origen.

Del cutis blanquecino, pálido, de apariencia frágil, apenas sobresalían de su cara unos labios finos y alargados, tiernos, que escondían más que prometían los besos que ya había dado.

Se situaba al final de la recta, y la luna arrancaba destellos plateados de su negra cabellera, observables desde lejos. Su visión era impactante para todo conductor, pero siempre paraban los mismos. Gentes impacientes, con prisa en terminar el pesado trayecto entre Barracas y Viver, hipnotizados al ver la impresionante silueta de la mujer, inmóvil en el arcén de la carretera.

Le abrían la puerta, balbuceando unas tímidas palabras de presentación. Ella entraba en silencio, se ataba el cinturón de seguridad, y se quedaba muy seria. El conductor, repuesto de la primera impresión, empezaba una conversación normal e iba cogiendo confianza en el manejo del volante, aumentando poco a poco la velocidad, pues el trayecto en bajada se prestaba a ello.

Llegando al tramo final de la carretera existía una curva pronunciada a la izquierda, muy peligrosa. Poco antes de llegar, ella abandonaba su postura estática, apretaba fuertemente el pequeño bolso que llevaba contra su seno y gritaba: ¡Cuidado, no corras!. En esa curva perdí la vida yo.

El conductor, concentrado como estaba en no salirse de la carretera, tardaba un poco en asimilar la frase. Cuando se giraba a pedir que se la repitiera, comprobaba que ya no había nadie en el asiento de al lado."

Así me contaron la leyenda de la chica del Ragudo, hace muchos años, y siguió viva hasta que un nuevo trazado de la carretera general eliminó el paso por las Masías del Ragudo, que daban nombre al puerto.

Recientemente, los trabajos de voladura que se están realizando en la carretera para convertirla en autovía, han obligado a reabrir el viejo puerto durante algunos días.

¿Estará todavía allí la chica del Ragudo dispuesta a salvar la vida de temerarios conductores?.

¿Era eso lo que hacía?.

A veces pienso que todavía está allí, esperando, pero no a un loco del volante, no.

Espera encontrar a alguien que se detenga con ella antes de la curva, que bese sus tiernos labios sin prisa, que le ame con pasión, pero con calma, deteniendo el reloj hasta que los dos, exhaustos y felices, decidan bajar lentamente a Valencia.

Quiere recuperar lo que perdió, el amor de su vida, por culpa de la espiral de velocidad e impaciencia que llenó su existencia. La maldición de los tiempos modernos.

Mujer, creo que sin conocerte te amo. Lloro tu tragedia como si fuera la mía, porque es la de muchos como nosotros, que vivimos deprisa, sin vivir.

Quisiera conocerte y que me enseñaras a amar sin horarios, sin tiempo, sin condiciones. Engancharme a tu mirada y no ver el frío de la muerte, sino el brillo de la pasión. Sentir la caricia de tu ternura, el calor de tus manos, la suavidad de tu piel, el roce de tu cabello..

Saldría a buscarte, pero no, es mejor que no.

¡Ojalá ya no estés en esa recta!