20 febrero 2007

La mujer barbuda


Rodeado de médicos y estudiantes, Gastón se sentía como una atracción de feria, una especie de mujer barbuda a la que había que investigar hasta el último brote de pelo nacido en un sitio diferente al habitual.

El amplísimo gabinete comenzó haciendo un examen minucioso de las zonas afectadas, de forma educada, pero molesta. Pedían permiso constantemente para tocar su piel, tomar muestras, realizar fotografías ..., para después continuar con el resto de la exploración, sin dejar practicamente nada de su anatomía que observar.

Estaba tumbado, dolorido y agotado, cuando empezó el debate. Cuesta trabajo pensar que entre tanto facultativo junto no hubiera coincidencia en el diagnóstico, pero así fue. Junto a algunas enfermedades por él conocidas, como la lepra o la soriasis, oyó el nombre de males que debían ser terribles, o por lo menos su nombre científico era para echarse a temblar, pero, una vez sugeridos por el profesional o el alumno aventajado, merecían la desaprobación unánime del resto.

La discusión se fue acalorando y la educación inicial olvidando. Los prestigiosos médicos parecían ya más interesados en desacreditar a sus compañeros de profesión que en demostrar que sus tesis eran las válidas, olvidando por completo que existía una persona angustiada escuchando. Por suerte, una persona caritativa se acordó de Gastón.

Era una mujer algo mayor que él, entrada en años y carnes, de rasgos suaves y redondeados, y de trato agradable. Aunque era una buena profesional, la vida no le había permitido alcanzar la eminencia de otros compañeros, publicando artículos y acudiendo e impartiendo cursos. A cambio se había quedado de responsable de laboratorio, cobrado su estable nómina con puntualidad, y atendido a sus hijos, que ahora ya eran mayores.

Se ofreció a acompañar a Gastón hasta su casa, empujando la silla de ruedas con la que le obligaban a desplazarse por las dependencias de la universidad: el paciente no estaba para más sufrimientos. Le preguntó por donde ir, y aunque quedaba algo más lejos, decidió coger el tren en la Place St. Michel en lugar de los jadines de Luxemburgo. Hacía tiempo que no recorría las callejuelas del barrio latino, y cada terraza le traía buenos recuerdos de su época de estudiante.

El calor empezaba a apretar y las parisinas habían abandonado ya los oscuros ropajes que las cubrían en invierno. Ahora, las escasas telas de vivos colores mostraban rincones ocultos de pieles blanquecinas tan sólo unos segundos, los suficientes para excitar la imaginación de los viandantes. Las propietarias de esos encantos los ocultaban y enseñaban con la cadencia de sus armónicos, exhibiendo siempre su provocadora sonrisa. Era suficiente para que Gastón recobrara la suya por un momento, y dejara de lado sus temores.

13 febrero 2007

Savia nueva


La primavera había llegado tarde, pero con fuerza: la savia nueva parecía tener prisa por alcanzar hasta el último rincón de cada árbol, después de tanto tiempo dormida, poblando las desnudas ramas de vigorosos brotes que iban creciendo día a día, llenando la atmósfera de granos de polen que alcanzaban los más remotos lugares.

Esto resultaba especialmente molesto para los alérgicos, que deambulaban pañuelo en mano con las narices sonrosadas y los ojos hinchados, esperando que pasara el aluvión de vida, y se serenaran un poco sus irritadas glándulas.

A Gastón no le iba mucho mejor, pues el buen tiempo parecía haber despertado también sus infectos fluidos internos, acelerándolos; y la mancha maligna se extendía con visible rapidez, llegando ya hasta las proximidades de la rodilla. Peor todavía: estaba perdiendo toda la sensibilidad en los pies y en las pantorrillas; y la piel, cada vez más rígida, aprisionaba la carne, los huesos y las articulaciones, dificultando los movimientos normales al caminar, de tal forma que sus piernas parecían más bien dos prótesis mal ensambladas trabajando como simples bastones.

La pérdida de la movilidad le produjo una importante caída en su estado de ánimo, a pesar de que se manejaba bien con las muletas, después de que una fractura de fémur en un accidente de tráfico le dejara hacía unos años un tiempo en el dique seco. Entonces había sido duro, pero ahora era bastante peor, pues no tenía ninguna solución a la vista, y mucho se temía que su problema se podía agravar.


El médico había perdido hacía ya tiempo su sonrisa tranqulizadora, olvidado las promesas de encontrar un tratamiento adecuado, a la vista de los desconcertantes resultados de las pruebas, y se diría que su autoestima estaba en sus niveles más bajos. Cuando su secretaria anunciaba a Gastón, la impotencia de no saber qué decir agriaba su caracter.
Estaba a punto de renunciar, de rendirse a la evidencia de su fracaso cuando decidió apurar su último recurso: acudir a un antiguo profesor suyo de La Sorbona.

05 febrero 2007

El poso en el café


Gastón observaba el poso del café: intentaba descifrar su destino en las huellas difusas que manchaban la porcelana de la taza. Era una vieja manía, que arrastraba desde tiempos de la Facultad; entonces salía con una estudiante española, una morena, de ojos muy negros, con un brillo especial que acompañaba a su permanente sonrisa.
Ella era alegre y extrovertida; solamente se ponía trascendente en determinados momentos, acompañados siempre por extraños rituales, que mezclaban superstición con religión en proporciones indeterminadas. Uno de esos momentos eran después del café.

Hablaran de lo que hablaran, cuando Gastón apuraba el último trago, y posaba la taza en el platillo, ella se lo arrebataba de golpe, y se ponía a observar las extrañas manchas, durante unos segundos en que permanecía seria, concentrada y distante, lo que siempre le dejaba algo preocupado. Dependiendo de lo que observaba, se lo comentaba más o menos detenidamente, alargando la explicación cada vez que preveía buenos acontecimientos, y atajando cuando los augurios no eran tan buenos.

Solamente una vez no le dijo nada: el día de la despedida. La muchacha volvía a su casa tras un año de estudios, y la alegría se había borrado de su rostro. Cuando terminaron el café, la chica comenzó a derramar todas las lágrimas que iba aguantando todo el día, y él le acogió en sus brazos hasta que se tranquilizó un poco. Después la acompañó hasta la estación de tren, y allí se despidieron.

- ¿Nos volveremos a ver?, preguntó Gastón.
- Seguro, le dijo ella, con los ojos enrojecidos.

Pero no la había a vuelto a ver más. Al principio todavía intercambiaban algunas cartas, felicitaciones navideñas, o incluso alguna conversación telefónica, pero el tiempo terminaba aplanando las mejores costumbres, y las suyas hacía mucho tiempo que habían quedado reducidas al espesor del papel de fumar.

No obstante, él no la había olvidado, y cada vez que tomaba café intentaba adivinar su futuro en él, pensando en cómo lo habría hecho ella. Cuando veía en los inciertos dibujos que dejaba el poso algún motivo de esperanza, se iba contento; y si no, prefería pensar que se trataba de absurdas supersticiones. Ultimamente sólo veía en el fondo de la taza los oscuros rizos de ella pegados a su mejilla mojada aquella tarde.

Levantó la vista del café y miró al cielo. El viento, el eterno viento, traía y se llevaba nubes a gran velocidad, pero el azul del cielo se había vuelto distinto, más claro. Abril terminaba, y los primeros brotes de los árboles empezaban a explotar.
Al ponerse en pie notó otra vez el dolor punzante en sus pies, un dolor que no recordaba hacía mucho tiempo.

01 febrero 2007

Letargo

Imagen tomada de Galería Alfredo Viñas


Se levantó con el mismo incipiente dolor con el que había salido de trabajar, y observó de nuevo sus pies. Le pareció que todo estaba más o menos como el día anterior, y se encogió de hombros, pensando que no podía hacer nada hasta terminar la interminable lista de pruebas que le había programado el médico, y conocer los resultados.

Se aseó rápido y desayunó en casa, tragando de prisa las pastillas, y reservando en una cajita las que se tenía que administrar durante el día. Echó una mirada por la ventana, observando con desagrado el color gris del cielo, y el aire que, con violencia azotaba las copas de los árboles, despojándolas de los últimos resquicios de su esplendoroso pasado. El invierno había llegado tarde, pero amenazaba con ser especialmente duro.

La misma rutina matinal se repitió durante muchos días, como una foto de anuncio que aparece inmutable tras la misma curva del habitual trayecto diario. Las manchas avanzaban, pero de forma lenta, casi inapreciable; las pruebas se sucedían, y los resultados no permitían emitir ningún diagnóstico, ante la perplejidad de su médico; los dolores y la inflamación estaban controlados con la dosis de química diaria.

Gastón se había acostumbrado a vivir con todas esas cosas: el frío, la incertidumbre y el dolor; y su ánimo era un espejo de esas circunstancias: gris claro. La sonrisa tardaba en aparecer en su rostro más de lo habitual, pero tampoco estaba triste; no tenía la ansiedad de los primeros días, aunque le quedaba cierta inquietud; la explosiva chispa de su ingenio parecía disuelta en una solución de sarcasmo, que mostraba con cuentagotas. Vivía instalado en una monotonía amarga, que no parecía tener fin.

Pero el final de esa época vino, como siempre ocurre, y más le hubiera valido su prolongación en el tiempo. Todo pareció revivir con los primeros brotes en las ramas de los árboles.