31 diciembre 2008

Tres fiestas de Nochevieja


I

El asesino del tiempo le robó a Cenicienta su crema antiarrugas. Armado con dos varillas de reloj, a modo de tijeras asimétricas, amenazó a la princesa juntándolas en forma de estoque, y el bote con el ungüento cayó de sus manos. Eran las doce en punto.
La carroza se convirtió en calabaza, y ella todavía estaba sin peinar. Por la calle no se veía un solo taxi. Iba a llegar tarde y sin arreglar a su cita con algún príncipe divorciado venido a menos.
Para entonces no tendría sentido hablar del tiempo. Ya nada importaba.

II

A Rodolfo el reno de la roja nariz, la hora del deceso le iba a pillar en un lugar remoto, aislado, a medio camino entre dos reinos, en la línea divisoria de dos mundos. Nöel lo había dejado allí herido, moribundo, sin contar con que esta vez el tiempo, o el no tiempo, jugarían a favor del maltratado animal.
Rodolfo ya no iba a tirar nunca más del carro, y juró festejar su inesperada libertad bebiendo whisky de 12 años, a tragos cortos, por la montañosa frontera entre Aragón y Valencia.

III

En la Puerta del Sol, la concurrencia se dividía entre risueños japoneses y bulliciosos peruanos, todos ajenos a la tragedia, y sin hacer rimas fáciles con la terminación del año.
El comentarista de turno parecía dispuesto a meter la pata, una vez más, de la forma más pueril posible.
El ruido ensordecedor terminó de golpe a la hora del crimen.
Alguien comenzó a tragar las uvas mientras sonaban los cuartos.

-.-


11 diciembre 2008

Por un vaso de agua



Todas las noches, a la una de la madrugada, la muerta se le aparecía en sueños.

Con el semblante serio, la piel arrugada, el moño perfecto, y el mismo tono autoritario que tuviera en vida, pronunciaba siempre las siguientes palabras:

- Dame un vaso de agua.

Daniel se despertaba sobresaltado, escondía su ira bajando la cabeza, y caminaba descalzo hacia la cocina para cumplir el encargo, cuyo destino final era la mesilla de noche de la difunta.

Quebrado el sueño en lo más profundo, rara era la vez que conseguía recobrarlo, y la luz del alba le devolvía a la cerrada habitación donde le esperaba, en idéntico lugar, el recipiente completamente vacío. Así día tras día, mes tras mes, año tras año.

La vigilia constante estaba terminando con la salud de Daniel, primero mermando sus facultades físicas, después consumiendo las mentales. La realidad empezaba a confundirse con los sueños, los días se mezclaban con las noches, y la fiebre alternaba el calor asfixiante con el frío más insoportable. La aparición era, dentro de ese entorno ambiguo y difuso, un ente concreto con perfiles bien delimitados, sonidos perfectamente audibles, e incluso olor característico a mezcla rancia de alcanfor y mugre.

La certeza incontestable de aquella figura maniataba al hombre, temeroso más de la realidad visual de la imagen que de la consistencia física o moral de la misma; pero la vida se revuelve con fuerza brutal cuando se ve amenazada, y la de Daniel consiguió finalmente rebelar su mente una noche febril de sueños convulsos, cuando sus fuerzas ya estaban prácticamente extinguidas.

- Dame un vaso de agua, exigió la vieja con más despecho incluso del acostumbrado.
- No, respondió Daniel, clavando la seguridad de sus ojos en el iris cruel de la aparecida.

El hombre supo aguantar los interminables segundos de tensión mantenida entre las dos miradas, y finalmente el espectro bajó el rostro, se dio lentamente la vuelta y desapareció para siempre de la estancia.

¿Por qué no lo hice antes?, se lamentaría Daniel más tarde en aquella habitación maldita, mientras retiraba la momia del lecho para darle sepultura. Resultó desagradable, recordaba, observar cómo se tragaba el vaso de vidrio, trocito a trocito, los terribles gritos, los vómitos sangrientos, los interminables estertores, y aquella alfombra blanca, manchada de sangre para siempre.

Y todo por un vaso de agua, por un maldito vaso de agua exigido todas las noches a la una de la madrugada.