30 noviembre 2007

Últimos granos del reloj de arena


Las reuniones a última hora de la tarde se fueron haciendo cada vez más frecuentes y extensas. Me perdonaréis si no puedo explicar de qué hablábamos, las líneas de investigación que seguíamos, el proceso deductivo que debía llevarnos a la solución del enigma. No recuerdo esos detalles; aunque podría describir con precisión la ropa que llevaba en cada visita, recuerdo cada mirada, cada sonrisa, cada gesto; y mi ansiedad, el deseo a duras penas reprimido, las ganas de abalanzarme sobre ella, de romper la invisible barrera.

Las visitas eran largas, excitantes, intensas, sí; pero totalmente infructuosas. Un mes después de la primera nos encontrábamos en el mismo punto inicial, sin tener realmente una buena pista que seguir. Habíamos investigado sobre familiares, amigos, personas agradecidas, y otros posibles deudores de Pernales; pero nadie parecía tener suficiente apego al legendario bandolero para tomarse la molestia de dejar un manojo de rosas sobre su tumba cada aniversario. En cualquier caso, mucho temía yo que el verdadero autor gustara de un anonimato similar al del célebre marido con su cantado ramito de violetas.

El tiempo pasaba, Julio terminaba entre calores asfixiantes y pasiones a duras penas ahogadas en cubatas con hielo abundante y duchas frías. Cristinas, Jaimes, Joaquines y Anas habían celebrado ya sus onomásticas, y las Martas estaban ya en vísperas. Los recursos se agotaban, las ideas cerraban las maletas de sus inmediatas vacaciones. Los dos sabíamos que la única forma fiable de averiguar la verdad era verla con nuestros propios ojos; y para ello era necesario estar allí, sentado en la misma tumba, desde el ocaso hasta que los rayos de sol comenzaran a perfilar las primeras sombras.

A pesar de ello decidimos apurar las últimas tardes juntos persiguiendo pistas falsas, riendo teorías absurdas, apostando sobre posibles autores; y en mí fue creciendo una inquietud: la certeza de que estaba apurando las últimas horas con Concha; que, después del cementerio, ella me abandonaría junto a su misterio. Yo quería saborear esas horas despacio, intentar retener el tiempo como quien trata de conservar el agua en la concavidad de la palma de una mano; pero se me escurría entre los dedos.

Los granos de arena del inmenso reloj de mi vida se deslizaban veloces por su tarado orificio. Debía detenerlo como fuera, y la única oportunidad se me antojaba oculta entre cipreses durante esa esperada noche de vísperas.

23 noviembre 2007

Un muro invisible

Imagen tomada de http://blog.cuandocalientaelsol.com

No me podía, ni me quería negar. Estaba tan ilusionado en participar, tan contento de como se había desarrollado la conversación que, de repente, una voz me sorprendió:

- ¿Te tomas las copas a pares, chaval?

Levanté la cabeza y vi enfrente de mí la copa intacta de Concha, y lo que es peor, la sonrisa sarcástica de un amigo mío, que se disponía a sentarse en el lugar donde se había sentado ella hacía unos segundos.

- Verás...- intenté improvisar una explicación-. Ha sido una confusión... con el camarero.

- Pues nada, trae. Ya me la bebo yo.

Nuevamente ella había desaparecido sin saber cómo. Cualquier intento de explicar a mi amigo que la mujer de mis sueños estaba sentada enfrente de mi y se había volatilizado me parecía una pérdida de tiempo. Así que decidí cambiar de tema y dejar que el turbio líquido fuera abandonando lentamente su recipiente de vidrio. Después me fui a casa. La noche ya había dado más de lo que se esperaba de ella.

En contra de lo que había anunciado, Concha se presentó a la tarde siguiente en el despacho. Mi secretaria hacía ya un rato que debía estar en su casa, y yo me disponía a terminar de leer un informe cuando escuché el timbre de la puerta. Allí estaba ella de nuevo, imponente, arrebatadora. Tenía algo, no se qué, capaz de anular mi voluntad y de aglutinar mis pensamientos alrededor de ella. No era su escote, ni sus tentadores labios, tampoco su inquietante mirada. Nada físico; algo mágico, sobrenatural, como un aura que la envolvía formando un campo magnético imposible de vencer.

Pronto me di cuenta de que no sólo era inútil resitirse a esa atracción, sino que además era un placer sucumbir a los encantos de aquella misteriosa mujer, sentir su cálida mirada, la complicidad de su sonrisa, la caricia de sus palabras; a pesar de que una invisible muralla me impedía acercarme a ella, sentir siquiera el roce de su piel o la caricia espontánea de su pelo.
Esa barrera infranqueable fue, poco a poco, aumentando mi deseo. Necesitaba besar esos labios, acariciar esa piel, morder ese cuello, perderme detrás de la sombra de su falda. Tenía que encontrar la forma de derribar ese muro que me impedía caer en la ansiada tentación de su cuerpo.

15 noviembre 2007

Tomando una copa


- Hola, señor Resaca -dijo, con una sonrisa deliciosamente irónica- ¿Haciendo méritos para la siguiente? -espetó, mirando mi copa con descaro-
- Bueno... , supongo que el otro día no estuve demasiado correcto.
- ¿Correcto? Correcto, sí, muy correcto. Con un poco de acidez, es cierto, pero eso me encanta. Además, no me extraña demasiado con los brebajes que te tomas. Mañana tampoco te iré a visitar.
- Me temo que no te serví de ninguna ayuda -dije tratando de disculparme-
- No sólo no me serviste de ayuda, sino que además me lo dejaste bien clarito. Y ahora, ¿vas a cambiar de opinión, o me vas a invitar a una copa? -dijo muy seria-
- Las dos cosas. ¿Qué quieres?
- Lo mismo que tú, supongo -sonrió maliciosa, observando el encaje que yo hacía del doble juego de sus palabras-
La última frase había conseguido recuperar algo mi dañada moral, creciendo la esperanza de sacar algo positivo del encuentro. Disimulé como pude mi satisfacción y pedí al camarero otro gin-tonic, como él los preparaba, con su pequeño chorrito de limón, y otro tanto frotando el vaso para fijar unos granos de azúcar, corto de ginebra, con poco hielo pero la tónica muy fría.

Tenía muchas ganas de agradar, una voluntad firme de borrar la mala impresión del primer día, y lo quise conseguir con una mezcla de mentiras y medias verdades. Así, le dije que, después de su visita había investigado, acudiendo a hemerotecas, secretos confidentes, y otros medios poco confesables, averiguando que Sergio había muerto a la mañana siguiente de un infarto de miocardio. Ella pareció muy afectada y la sonrisa cínica se le borró del rostro. Tras un incómodo momento de silencio, tomó la palabra, aunque se le notaba que le costaba mucho esfuerzo hablar, pues estaba conteniendo unas lágrimas que luchaban por aflorar desde sus enrojecidos ojos.

- Pobre, pobre Sergio. No me imaginé que podía ser tan grave la caída.

- No fue de la caída, Concha. Se hubiera muerto allí mismo. Algo debió de impresionarle mucho dentro del cementerio.

- Pues no sé. No vi nada cuando yo volví donde nos encontrábamos. Si él observó algo más, se lo ha llevado a la tumba, así como el secreto de Pernales.

- Yo creo que no llegó a descubrirlo -dije, no muy convencido-

- No sé; pero en ese caso tiene todavía más sentido averiguarlo. ¿Me ayudarás?

Y yo, claro, no me podía negar.

09 noviembre 2007

Ella toma las riendas


Durante este tiempo, sin que yo fuera capaz de apreciarlo, los cimientos de la habitual seguridad en mí mismo se habían ido deteriorando sin remedio, y ahora era mi propia personalidad la que estaba amenazada de ruina. Sin saber siquiera si la persona a la que amaba existía realmente, y negándome a mí mismo la autenticidad de mis sentimientos, estaba viviendo en un mundo irreal, que era muy posible que se viniera abajo al primer contratiempo.

Despertaba todos los días con la ansiedad que me producía la posibilidad de verla, y, al mismo tiempo, quería envolverme con una capa de indiferencia que demostrara -no sé muy bien a quien- lo poco que me importaba el objeto de mis deseos. Algo verdaderamente absurdo, si te paras a analizarlo un segundo, pero yo no deseaba analizar nada. Sólo quería verla y mostrarme ante ella como un auténtico tipo duro de película de cine negro americano, un Humphrey Bogart sin sombrero ni gabardina.

Concha tenía otros planes para mí, perseguía objetivos tan claros como abyectos, y mi ceguera le venía muy bien para llevarlos a cabo, o quizá había seleccionado ese momento de enajenación para culminar su estudiada estrategia. A veces pienso que todo ese estado de confusión fue la consecuencia de una magistral trampa tendida por ella, consistente en debilitar mi fuerza de voluntad para conseguir que saciara todos sus deseos sin resistencia.

Me sentía pues, como el sodado sitiado, tras un largo asedio, que asiste impotente al largo despliegue de tropas enemigas, muy superiores en número, conocedor de que su suerte está echada y su vida depende, ya no de su valor, sino de la clemencia de su enemigo. En resumen, se había rendido antes de luchar.

Si a esto se le puede llamar armas, Concha se presentó con una falda larga, un top ajustado, con generoso escote, y el pelo suelto cayendo sobre su bronceada espalda desnuda. Su sonrisa, de color fresa, realzaba la textura carnosa de los labios, y la línea oscura en el párpado daba profundidad a su mirada. No tenía escapatoria; encontraba una tentación distinta en cada poro de piel donde se detenían mis ojos, y sentía vértigo; ese vértigo especial que se siente justo antes de caer en el insondable abismo del deseo.

No podía pensar en ese momento que no iba a ser tan fácil dejarme vencer, saltar al precipicio de la pasión, abandonarme a la derrota de su deseo. Concha tenía otros planes para mí: sostenerme de un hilo en la fina línea de separación entre el duro terreno de mi seguridad, y la sima de mis deseos. Ella había tomado las riendas.

05 noviembre 2007

Ligera alucinación


El caso es que Concha, como es habitual en ella, había desaparecido, y me fue imposible demostrarles que una mujer espectacular había pasado delante de sus narices dos veces seguidas sin que ellos la vieran.

Esta escena se repitió varias veces. Ella aparecía y desaparecía como en un sueño, y solamente yo era capaz de verla. A mi obsesión por hablar con ella se unía ahora la sensación de estar metido en una ligera alucinación.

Quise resolverlo hablando con mi secretaria. Ella debía de haberla atendido el día que vino a verme a la oficina. Era una mujer no demasiado mayor, pero muy formal. Desde que trabajaba conmigo, hacía ya cinco años, no había conseguido que me tuteara, como si haciéndolo restara calidad a su trabajo, que era digno de toda mi confianza.

- Ya sé que no debería hacerle esta pregunta, pero... ¿usted toma nota del nombre de todas las visitas?

- Por supuesto, señor Quevedo. Puedo comprobarlo cuando quiera...- Sí, ya lo sé. Es que me gustaría comprobar el de una mujer que vino hará cosa de un mes, hace cuatro viernes exactamente.

- Hace cuatro viernes... -carraspeó- hace cuatro viernes no tuvo usted ninguna visita. Lo recuerdo perfectamente. Fue el único día de todo el mes que no vino nadie por la mañana, y usted a mediodía me dijo que no volvería por la tarde, y que me la podía coger libre.

- Seguro que no se equivoca de día. Sería otro viernes. Yo ese día tuve una visita. Lo recuerdo perfectamente. ¿Me permite comprobarlo?

Y, efectivamente, en la agenda estaban todas las visitas anotadas a mano, con excelente caligrafía, excepto las de aquel viernes, cuya página estaba totalmente en blanco. Busqué en el resto de semanas, en otros días incluso, para ver si encontraba a una Concha Fernández, cuyo nombre no aparecía en ninguna de las notas de los dos últimos meses.