22 septiembre 2010

Gatas


Y sin embargo las gatas suelen volver donde fueron felices. Vuelven y se quedan un tiempo, el que ellas quieren o necesitan. Después se van. No se puede sujetar el corazón de una gata


Laura me decía estas palabras con una paz en el rostro que contrastaba con la habitual fiereza de su mirada verde. Seda, la pequeña gata salvaje, hacía ya unos días que no visitaba el rincón del  patio donde todos los días dejábamos las sobras de la comida.


- Tú también te irás, ¿no, Laura?


Ella tenía pintado el sí en la cara, pero no contestó. Se levantó, se acercó, y sin decir nada me dio un beso en la nuca, para después abrazarme por la espalda. Al notar el contacto blando de sus pechos pequeños, me recorrió una especie de corriente eléctrica. Luego nos besamos y nos sobamos con esa furia imparable que se tiene a los diecisiete.


Laura se fue sin avisar, como insinuó aquel día, y la gata volvió unos meses después, casi a punto de parir. De la abundante prole nacida de aquel embarazo, una gatita se encariñó especialmente de mí, y venía siempre a acomodarse en mi regazo cuando hacía la siesta, las tardes de verano.  Tras una de  ellas le dije:


- Un día de éstos, tú también te marcharás.


Ella se levantó, y ronroneando, restregó su lomo contra el bajo de mis pantalones. 

En ese momento, tuve el presentimiento de que Laura no tardaría en volver.

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16 septiembre 2010

Septiembre


Había llegado Septiembre y me propuse que todo iba a cambiar. Ese año no bastaba con medio mes de gimnasio y un curso de inglés por fascículos, esos pequeños trucos para adormecer mi cabreada conciencia.

Dejé que Pepito Grillo manejara los hilos de mi vida a su antojo, con sesiones maratonianas de ejercicio, dietas bajas en calorías y control estricto de gastos. Infeliz. Atrapado entre la obsesión de reducir centímetros y la de incrementar euros, me olvidé de Teresa. A las diez de la noche bajaba el telón de mi deseo, con la misma puntualidad británica que marcaba el seis en el despertador a la mañana siguiente.

Ella se fue en Noviembre, con las últimas hojas.

Por suerte, este verano he conocido a Elena, una anárquica morena de pelo tan interminable como sus noches, con la que comparto colchón y gastos.

En una de nuestras sesiones de sofá frente a la tele, vimos hace días el anuncio de una colección de cromos del Coyote, con pinta excelente.

Definitivamente, Septiembre es un buen mes para ponerlo todo patas abajo.

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02 septiembre 2010

A una mujer sin nombre


Ella no tiene nombre. Las vocales y consonantes que lo forman hace tiempo que se escaparon de mi vaga memoria. 

Cuando la conocí no importaba cómo llamarla. Las palabras sobraban. El único lenguaje posible era el del deseo. Entre sus brazos sólo existía el presente. La soledad y la ausencia no eran posibilidades previstas en nuestro corto horizonte de saliva y sudor. 

 La sal será el único recuerdo, la única constancia de que me amaste, pensaba entonces. Pero la sal no basta ahora. La suya me abandonó hace tiempo, y otras que han venido después saben diferente. Los restos de sus sucesoras tienen nombre y apellidos, número de teléfono, algún “ya nos veremos”.

Paseo por las playas antiguas, irreconocibles después de tantos años. La busco por la arena, sobre las toallas extendidas, bajo sombrillas de vivos colores, con los pies mojados por las olas que nos acariciaban. Sólo encuentro recuerdos a bocajarro, en el pelo de alguna chica, en el rostro de una madre, en las piernas entrelazadas de más de una pareja, pero ni rastro de su nombre.

Necesito su nombre para lanzarlo al agua, como una botella con mensaje, para cantarlo como una nana en las noches de insomnio, para escribirlo doscientas veces como castigo por haberlo olvidado. 

Necesito un nombre para susurrarlo en invierno, cuando no tenga brisa salada para sazonar mis recuerdos, unas pocas letras para retener todo lo suyo que insiste en huir, unos toscos caracteres que grabar en mármol como si fueran palabras de un epitafio. 

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