25 mayo 2007

Somos las Zapatillas de Juanjo

Meme y canción oculta.



Hola, somos las Zapatillas de Juanjo.

Gracias a Conchi podemos conoceros personalmente, filtrarnos a través de las pantallas y observar vuestros bellos ojos. Es mejor que permanecer aquí debajo de la mesa, mientras sus pies tamborilean haciéndonos cosquillas, que morirnos de curiosidad por conocer a las personas que ahora podremos visitar en persona.

Aprovechamos la oportunidad para contaros algo de nuestra triste vida, pues tenemos escasas oportunidades de desahogarnos, inmersas en un mundo de estrecheces y olores. Todas nuestras compañeras viven igual o peor que nosotras; así que la mayoría de veces preferimos callar antes de herir sensibilidades, pues sabemos que el resto de su calzado nos tiene cierta envidia.

Veréis. Hace mucho tiempo vivíamos dentro de una caja de cartón, en compañía de papeles, en lugar de pies. Era una vida monótona, pero sin sobresaltos. De vez en cuando venía alguien, nos sacaba un rato, ponía sus pies encima y daba unos pocos pasos; pero al poco rato volvíamos a nuestro estado de natural reposo.

De repente un día vino esa chica, Ana se llama, y casi sin preguntar nos cogió, nos puso boca abajo para ver el número que tenemos grabado al dorso, volvió a ponernos en la caja, y cuando volvimos a ver la luz estábamos en otro sitio. Ya no dormíamos en la estrecha caja sino en un enorme zapatero con muchas compañeras, lo que nos puso muy contentas.

Juanjo puso sus pies enseguida dentro y dimos unos pocos pasos. En ese primer momento no nos caimos bien. El no dijo nada, pues casi nunca habla, pero pensó que éramos demasiado rígidas. No podía vencer nuestra natural resistencia a doblarnos como si fuéramos juncos, y hacía un poco de ruido al pisar, un tac-tac encantador que a él le pareció estridente.

Este pensamiento nos molestó. La verdad es que es bastante patoso caminando; se resite a seguir el movimiento natural que va desde la punta hasta el talón, de forma armónica y suave. En lugar de eso, insiste en dejarse caer sobre este último de forma brusca, lo que nos produce una gran molestia. Con las demás hace igual, tendríais que oir los comentarios que hacen nuestras amigas azules, las zapatillas de correr, o los orgullosos zapatos negros que lo sufren la mayor parte del día.

Por suerte, molesta poco. Con la excusa del ruido casi siempre prescinde de nuestros servicios, y nos traslada de un sitio a otro, de forma compulsiva, pero con sus manos. En realidad, sabemos que prefiere ir descalzo. Da igual la superficie.

Por lo tanto, pasamos la mayor parte del tiempo debajo de la mesa del ordenador, o a los pies de la cama o del sofá. De vez en cuando los niños nos ven y juegan con nosotras. Les encanta meter sus pequeños piececillos y dar largos pasos como si fueran personas adultas. A nosotras nos encanta sentir la suavidad de sus pieles desnudas acariciando nuestras blandas paredes.

Solo entonces Juanjo parece recordarnos, y reclama que volvamos enseguida a sus pies. Otras veces, en cambio, y esto es un gran secreto que no deberéis contar a nadie, se olvida que nos lleva puestas y baja a la calle con nosotras, porque es muy despistado. El no se da cuenta, pero nosotras pasamos mucha vergüenza al sentirnos objeto de miradas burlonas.

Esperamos que os haya gustado nuestra breve historia. Por nuestra parte ha sido un placer.

* * * * * * *

Zapatilla izquierda (ZI) - Oye, ¿dónde estás?

Zapatilla derecha (ZD) - Debajo de la mesa. ¿Y tú?

ZI - En la cocina.

ZD - ¡Tan lejos! ¿Qué haces ahí?

ZI - No me podía coger. Te llevaba a ti en una mano y el café en la otra. ¿Crees que habremos quedado bien?

ZD - No sé. Eso nunca se sabe. Pero, ¿a quién le va a interesar la historia de unas zapatillas?

ZI - Pues también tienes razón. Oye, ¿Cómo estaba de humor hoy?

ZD - Bien, bien, estaba cantando. Está cansado, pero ya sabes, es viernes.

ZI - ¿Qué cantaba?

ZD - No me la sé. Algo de que se equivocaría otra vez.

ZI - Jajaja, como si no se equivocara nunca.

ZD - Síiiiiiiiiiiiiiiiiiii. Jajajaja. Por cierto dice algo de que está sordo de un pie.

ZI - ¿En serio? Me gusta más esa del elefante y la tela de araña que cantan los niños.

ZD - Sí, me suena. ¿Cómo termina?

ZI - Mmmmm.

ZD - Nos hemos olvidado de invitar a alguien.

ZI - Es verdad. ¿Se te ocurre a alguien?

ZD - Deja que piense... ¿Ulhrá?

ZI - Sí, me muero de curiosidad. ¿Qué tal Raquel?

ZD - Pues también, pero está muy ocupada. No sé si podrá.

ZI - ¿Dulce Locura?

ZD - Hace poco enseñó sus zapatos rojos.

ZI - Sí, ¡que monos! Pero eso no vale. Queremos ver sus zapatillas de ir por casa.

ZD - ¿Y Cuco Almería? ¿Se atreverá?

ZI - Apuesto a que sí. Tiene sentido del humor.

ZD - Hablando de Almería. ¿Y si se lo decimos a Violeta?

ZI - Pero si ya no escribe.

ZD - Claro que escribe. Ahora tiene un flog.

ZI - La última vez nos dio calabazas.

ZD - Es verdad. Pero me apetece vérselas (las zapatillas)

ZI - Oye, ¿tú le has dado al botón de publicar?

ZD - No, claro que no. ¿No le habías dado tú?

ZI - Pues claro que no, imbécil. Estoy en la cocina.

ZD - Arrrg. Estamos en directo. Voy a ver si acierto con el botón.

ZI - ¡Deprisa, deprisa! Que va hacia allí.

ZD - Glups.

El resultado, si no le ponéis remedio antes, el próximo viernes.

16 mayo 2007

A la deriva

"Deriva", de Giulio Orioli
Descubre el título y autor de la canción oculta en el texto

El otro día me encontré al Borrego en Indiana Bill.

Indiana Bill es uno de estos parques infantiles donde mis hijos son regularmente invitados a fiestas de cumpleaños, y nosotros, los padres, mientras disfrutamos de la compañía y los canapés de los anfitriones, encontramos a antiguos amigos y compañeros a los que hace mucho que perdimos de vista.

El Borrego es uno de ellos. Su verdadero nombre es Alfredo, gallego de nacimiento, natural de Pazos de Verín, una pequeña población situada en Orense; amigo del cole y del instituto, y compañero de muchas juergas. Después, el tiempo y las diferentes pandillas nos separaron.

Hacía mucho que no le veía. El tiempo puede cambiar muchas personas hasta hacerlas irreconocibles, pero tiene todas las de perder con Alfredo. Sus increíbles ojos azules, y su sonrisa de niño malo lo delatarán siempre. Ahora luce una frente arrugada, la faz endurecida y tostada por el sol, y se ha dejado una perilla rala que corresponde más con la versión agreste de su apacible apodo. Vamos, que aparenta ser más un chivo que un borrego.

Ese aspecto libertino cuadra más con la imagen que he tenido siempre de él, que con la de su modo de vida actual, según me cuenta. Aunque provisto de teléfono movil, PDA, y correo electrónico, Alfredo afirma pertenecer a una comunidad budista, de la cual es sacerdote, y gerente de una granja de formación de la misma. El caso es que yo, desde hace tiempo, había percibido un halo de espiritualidad en su compleja personalidad; aunque siempre lo atribuí al efecto de alguna sustancia sicotrópica.

Estuvimos hablando bastante tiempo, recordando los tiempos del cole, alguna despedida de soltero en la que habíamos coincidido, y tratando de hacer planes para reunir a todos los compañeros posibles en una cena, o lo que se tenga a bien organizar.

- A todos no va a poder ser, me dijo.
- Ya me imagino. Eramos 40, y yo sólo tengo localizados a media docena.
- No lo decía por eso. ¿Te acuerdas de José Manuel?
- Sí, claro, me dijeron que estaba muy mal.
- Yo me lo encontré una vez esperando al autobus. Se acercó a mí pidiendo pasta, y no me reconoció. Tenía el mar del miedo en la mirada, las ropas empapadas, ... Le dije: ¿no te acuerdas de mí? ¿cómo has podido caer en ésto? No dijo nada. Coincidió conmigo algunás veces más, pero un día desapareció. Al cabo del tiempo alguien me nabló de él: "recorriendo aceras dicen que lo vieron, ajustando el paso a los demás, intentando cualquier cosa por dinero para hincarse fuego una vez más... "
- Es igual, no sigas, ya sé el final.

Nos quedamos serios mirándonos. Mi mente vagaba por las escaleras de la vieja escuela. Yo subía tarareando las estrofas de la canción, intentando aprender la letra. Era muy bonita y muy triste. Eso ya lo sabía entonces, pero lo sé mejor ahora, porque José Manuel tampoco es el primer caso de los que compartieron juegos conmigo que ahora ya no me podrán encontrar en Indiana Bill, ni en ningún sitio.

A menudo me pregunto por qué, pero ninguna de las respuestas me gusta.

Finalizados siete días aproximadamente, escribiré un comentario, resaltando las estrofas de la canción.

15 mayo 2007

Tiempo de juego



Como cada vez que termino un relato largo, tengo una sensación similar a la que experimentaba Martin Chevalier tras finalizar su investigación: el vacío; como si yo fuera un corredor de fondo llegando a una meta abandonada, en una carrera de larga distancia en la que hace tiempo que ya no se ve a nadie.

Ahora tengo una terrible pereza para empezar otra cosa, una desgana parecida a la que siento cuando empiezo un libro nuevo tras terminar uno bueno: apenas puedo fijar la concentración en las primeras páginas que leo.

Para pasar un poco el rato se me ha ocurrido un juego, un meme como se llama por estos pagos, al que, por supuesto estáis invitados a participar aquí, y a exportarlo y extenderlo por estos mundos de Gates.

Como dijo alguna vez Conchi las sensaciones están a la vuelta de la esquina: sólo tienes que captarlas. Algo similar pasa con los relatos: se pueden crear casi de la nada. Pero existe una fuente inagotable de historias que ya están escritas, e incluso tienen melodía: las canciones.

Las canciones contienen hermosas letras que hablan de amor, de tristeza, de odio, de venganza, y también de temas triviales. Todas ellas se pueden escribir de otra forma, contar los mismos hechos con otras palabras, tornando en prosa los versos que inevitablemente tiene que llevar la música.

Pues bien, me propongo escribir algunos textos inspirados en esas canciones, intercalando trozos de las mismas, o, incluso, algunas veces también el título. El juego consiste en adivinar la canción.

Cada vez que decida jugar, la entrada aparecerá clasificada con la etiqueta La canción oculta y dejaré algunas breves instrucciones del tipo:



Averigua la canción oculta en este texto


Después esperaré un tiempo prudencial, y publicaré un comentario con el título, autor, y si se puede un enlace.

Espero que os guste.

P.D. Esta entrada no tiene canción oculta (que yo sepa)


04 mayo 2007

El triunfo de Violante


El doctor Martín Chevalier llegó antes a su casa aquella tarde. No es que hubiera adelantado la hora de salida, sino que sencillamente no tenía más que hacer: todo su trabajo había terminado; aunque todavía era demasiado pronto para darse cuenta. Como suele ocurrir con los proyectos de larga duración, el final aparece difuminado en el horizonte de la extensa llanura de las interminables jornadas, y no se tiene la percepción directa de que la meta se ha alcanzado.

Eso precisamente le pasaba a él. Se había dejado caer en el sillón con la mirada perdida en algún lugar impreciso del despacho. Encima de la mesa, cuidadosamente ordenada, solamente tenía dos paquetes de folios encuadernados, ambos regalo de su madre cuando cumplió la mayoría de edad: los últimos escritos de su padre, y la vieja copia donde se narraba la maldición del caballero amnésico.

No necesitaba abrirlos para conocer su contenido, pues se los sabía de memoria. El primero, porque había invertido mucho tiempo en averiguar lo que pensaba ese personaje misterioso y anhelado que había sido el padre, a quien nunca llegó a conocer; el segundo, porque era el origen del largo trabajo de investigación que le había mantenido ocupado durante los últimos diez años de su vida.

Leyó la maldición por primera vez, justo nada más recibirlo de manos de su madre, y le había parecido una especie de cuento de viejas. De mente racional, y con clara inclinación hacia las ciencias, no alcanzaba a descubrir la relación entre los oscuros hechos narrados y la enfermedad que había terminado con la vida de su padre. Simplemente, le parecía una leyenda nacida a la lumbre de un hogar durante una fría noche de invierno, y transmitida de generación en generación. Una bonita mentira.

Recién terminada la carrera de medicina, volvió a caer en sus manos el escrito, pero esta vez atendió más a las descripciones pormenorizadas de la enfermedad, que habían ido anotando los ayudantes de los médicos que la habían tratado. El escrito le pareció entonces un documento de gran valor científico. La dolencia, estudiada y descrita con precisión, una vez analizada con detalle, tenía muchas similitudes con algún tipo de alteración del código genético, materia cuyo estudio tenía todavía fresco.

Sin necesidades básicas que cubrir, gracias a su considerable fortuna, pudo dedicar tiempo y dinero a la investigación, creando un laboratorio específico para el tratamiento de enfermedades de transmisión hereditaria. Bajo ese paraguas, pudo estudiar a sus anchas la enfermedad de sus antepasados, mientras sus colegas y ayudantes experimentaban con una clase nueva de medicamentos, capaces de vencer enfermedades, que hasta ese día parecían incurables.

Para ello tuvo, primero, que crear la dolencia. Le llevó años manipular el código genético capaz de producir efectos similares a los que tenía perfectamente descritos en sus notas. Miles de cobayas fueron sacrificadas para conseguir el resultado deseado: poder reproducir la enfermedad las veces que fuera necesario en las mismas condiciones.

Terminada esa fase, fue necesario probar varios complejos, capaces de modificar solamente lo imprescindible de la cadena genética. Sufrió algún que otro fracaso, pero la recompensa no tardó en llegar. Al final, las cobayas tratadas con el nuevo compuesto, se mostraron incapaces de desarrollar la enfermedad.

Todavía necesitó pulir algunos detalles, encontrar las dosis adecuadas, completar el compuesto con sustancias que lo reforzaran, evitando rechazos y efectos secundarios. Después, probó con mamíferos de mayor tamaño, para obtener las dosis adecuadas. Los resultados eran concluyentes: 100% de resultados efectivos en una muestra de varios miles de individuos. Lo había conseguido.

Una mujer centraba ahora todo su pensamiento. Apenas la había llegado a conocer, pero sabía que buena parte de su triunfo final se lo debía a ella: su abuela. Su madre le había contado en muchas ocasiones su historia, destacando, sobre todo, su valentía al romper con la secular tradición de la familia para encontrar la solución del legendario problema que les aquejaba. Ella había muerto segura de haber cumplido sus objetivos, pero Martín sabía que, realmente, era ahora cuando los había conseguido.

En esa mujer y su postrero triunfo pensaba cuando la voz angustiada de otra le despertó de su ensisismamiento.

Martín, ¡despierta, corre, date prisa! acabo de romper aguas.


FIN