Cuando entré en la cámara frigorífica estaba muy lejos de sospechar lo que me iba a encontrar: todo un cajón lleno de cabezas, cuidadosamente ordenadas por filas, envueltas en plástico translúcido, a traves del cual solamente destacaba un único ojo, muy abierto.
Cada una de esas miradas congeladas, salvo por el color del iris, me devolvió por un instante la del famoso cuento de Poe, un odio sin medida generado por un simple globo ocular.
Venciendo ese sentimiento inicial producido por la secuencia lineal de cabezas cercenadas y ojos acusadores, pasé a observar con detalle el orden demente de la serie: los ejemplares estaban ordenados por fechas, anotadas con excelente caligrafía, siempre en color rojo. Cada sobre se llevaba exactamente siete días con su predecesor. Miré el último: había sido depositado el viernes pasado, justo hacía una semana.
Reparé entonces en el paquete que llevaba en la mano: una pequeña bolsa conteniendo una nueva cabeza de merluza. Era prácticamente imposible colocarla junto a la de sus hermanas, no quedaba espacio, así que, con algo de remordimiento, la arrojé al cubo de la basura.
Me tendré que animar a preparar un caldo de pescado, me dije, o si no, que se quede con los restos la pescatera.
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