19 noviembre 2009

La lluvia


Imagina ahora que empieza la lluvia. Llevas tiempo esperándola, mientras observas como las nubes grises se apoderan de todo el cielo. Te ha llegado un fuerte olor a tierra húmeda. Sabes que se acerca. La temes.

De repente, cae una gota en tu mano, dos, tres. Después, en tu cara, resbalando por las mejillas, como lágrimas. Más tarde, sientes tu pelo húmedo, pegado a las sienes. Ya no son gotas sueltas, no puedes contarlas.

Pasados unos minutos, el ritmo se vuelve constante, el sonido del agua al caer comienza a ser una melodía repetitiva, desesperante. Para entonces, ya tienes el extraño presentimiento de que no parará. Es una lluvia inclemente, sin prisa, que sabe esperar hasta el límite de la paciencia del mundo.

Seguirá cayendo, hasta acabar con tu esperanza de un cielo limpio, hasta terminar con el último murmullo de alegría. Y lo hará, además, con su demoledor ritmo constante, formado por notas solitarias, eslabones de un estribillo monótono, que se grabará en tu mente, que repetirás mecánicamente en tus sueños, en tus actos reflejos.

Pasarán días, semanas, meses de castigo implacable. Para entonces, ya sólo serás un muñeco roto, repitiendo siempre la misma letanía. El agua empezará a subir por los tobillos, por las rodillas, por las caderas, y tú no sentirás nada. Dejarás que te inunde con su chip-chip invencible, sin oponer ninguna resistencia.

El agua se apoderará de todo, lo destruirá todo. Tú, yo, todos nosotros, no seremos más que simples cadáveres flotando, o anclados en las profundidades, encerrados en nuestras moradas, mientras la lluvia sigue cayendo, imparable, con su cadencia perpetua, taladrando nuestro sueño eterno.

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13 noviembre 2009

En punto

El despertador sonó a las ocho de la mañana.

Cogió el autobús a las ocho y media.

Su ficha, como todos los días, marcaba las nueve al entrar a la oficina.

Tenía una reunión a las nueve y media,
visita de obra a las diez,
un peritaje a las once.
¿Seguimos?

El infarto le sorprendió a las diez y diecisiete en ninguno de estos sitios.


¡Qué hora más improcedente para dejar este mundo!

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05 noviembre 2009

El hombre sin raíces


El hombre sin raíces amanece en alguna pensión de alguna localidad anónima, en uno cualquiera de estos calurosos días de otoño, tan desubicados como su vida.

Hace ya demasiado tiempo que vive sin referencias: un campanario que adivinar, un amigo con quien charlar, una taberna donde emborracharse; y el terreno que pisa es un campo minado recorrido por pasos inseguros, sembrado de holas, adioses y otras frases corteses, de respetos mal entendidos y cariños interesados, que amenazan con saltar por los aires al primer tropiezo.

Al hombre sin raíces le ha propuesto hoy tomar una cerveza un compañero de trabajo, le ha sonreído dos veces seguidas la misma chica, y le ha perdonado el importe del desayuno la dueña de la pensión. Siente como una extraña tenaza le sujeta los tobillos a la mesa, y le sube un montículo de tierra húmeda por la espinilla.

Mañana, el hombre sin raíces hará de nuevo las maletas.

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01 noviembre 2009

Paseo a medianoche

Dicen que a los muertos les sigue creciendo el pelo y las uñas por un tiempo, pero yo de eso ni me acuerdo. ¡Hace ya tanto que dejaron de hacerlo! El primero tiene su aspecto lacio habitual, mientras que las segundas están negras de la tierra que entra por las rendijas del ataúd. En cambio, puedo presumir de una dentadura perfecta, pues me fui del otro mundo con todos los dientes intactos, sin un sólo empaste.

Esta noche es la gran noche, y los nervios me devoran (es una forma de hablar). Llevo todo el año esperando para esta ocasión. Hoy volveré a verla. Estará como siempre, con su largo pelo rubio despeinado y las cuencas de los ojos tan tristes, tan vacías. Daremos un paseo tapias afuera, y posiblemente nos encontremos con algún mortal: un infeliz, que calabaza en mano, nos confunda con alguno de los suyos.

A veces me pregunto si sería posible salir tranquilamente, sin contratiempos tan desagradables, y si nos dejarían escaparnos algún día más. Pero no es posible, no nos dejan. Así es la vida.

O mejor dicho: así es la muerte.

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