13 noviembre 2011

Lo que no se nombra



Algunas vidas giran sobre un hecho maldito, un suceso misterioso que nadie nombra, pero está ahí pervirtiéndolo todo. Si no estamos al tanto, podemos percibir algún indicio en determinados silencios, en conversaciones en voz baja que, de vez en cuando, descubrimos.

Pocas cosas despiertan más la curiosidad que las típicas “escuchitas”. Y a pocos pasos están las frases no terminadas, esas que se escupen presuponiendo lo que, en realidad, no se sabe. “Ya sabes, lo del ascensor”, podría ser una de ellas. Una sentencia que resume un drama del que somos ajenos, pero consigue que nuestra mente viaje buscando entre las múltiples situaciones que se pueden dar dentro del estrecho cubículo que nos eleva o nos desciende.

Si la vida gira alrededor de estos misterios, la literatura puede conseguir de ellos los mejores engranajes sobre los que hacer rodar las más fascinantes historias. Es lo que logra mi admirado Miguel Baquero con su “Vidas elevadas”. Alrededor de un ascensor, que casi no nombra, discurren las vidas de tres poetas -en diferentes estadios de sus carreras literarias- y una mujer. A partir del hecho perturbador, ya mencionado, el destino de esos cuatro personajes se tuerce o, incluso, en algún caso, se retuerce.

Flotando entre esos entresijos está la misma literatura. La literatura con mayúsculas y con minúsculas. La literatura ensalzada desde la misma negación de la misma, desde la ridiculización de sus entretelas. Porque Miguel consigue, con la mejor técnica narrativa, menoscabar el mundillo literario, desde los inicios titubeantes de su primer poeta hasta el mercantilismo descarado del último, el escritor consagrado atento tan solo a su cartera.

Baquero nos cuenta las fases de la creación literaria, con esa ironía suave a la que nos tiene acostumbrados, ese humor inteligente que despierta la sonrisa desde las primeras frases y la mantiene, con algunos sobresaltos, hasta el punto final.

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01 noviembre 2011

No todos los santos

"El Velatorio", foto tomada por Eugene Smith.

A estas horas de la mañana, todavía no ha llegado nadie al velatorio. No es extraño, sabiendo el día que es, uno de noviembre, y teniendo en cuenta que todavía no se habrá corrido del todo la voz.

El muerto, mi Pepe, ya está preparado, maquillado y con su mejor traje. No le hemos conseguido quitar del todo esa mueca estúpida que le quedó al morir, cuando buscaba en vano algo de aire que llevarse a los pulmones. Pero aún así, se podría decir que está guapo.

Los niños se han puesto sus trajes negros, los que les encargué para lo del abuelo y están sentados en el sofá con la abuela, que maldice al cielo con su cara acartonada, crispando los puños, sin lágrimas en los ojos.

A mí no me ha costado mucho arreglarme, llevo el luto en la cara desde hace dos meses, cuando empezó a llegar borracho a casa y a culparme de todos sus males, o mejor dicho, de su único mal, el que le impedía demostrarse a sí mismo lo hombre que era.

Desde entonces, miedo y sueño. Ojeras y asco de mí misma. Hasta anoche, a la hora de la cena, cuando empezó a llevarse las manos a la garganta y a ponerse rojo. También es casualidad, la noche de difuntos.

La abuela ha terminado con los improperios y ha empezado a llorar al hijo con abundancia de lágrimas e hipidos. Los niños tratan de consolarla, más como obligación que por sentimiento, pero ella los rechaza con grandes aspavientos, como arrepintiéndose de su debilidad.

Aunque sé que pude hacer algo más para salvarle, no estoy arrepentida. Al principio pensé que era justicia divina que se le restara a él el aire que a mí me estaba quitando; pero después me escamó que todo pasara precisamente la noche de ánimas y que se fuera del mundo sin la extremaunción.

Por la calle ya se oye el murmullo de los que van al cementerio. Pasan de largo, pero caminan todos con cierta parsimonia, hablando en voz baja, sin pisar fuerte. Más tarde, a las doce, cantará misa el párroco y después vendrán algunas visitas. Espero que el cura sea de los primeros.

La abuela ha dejado de llorar y ronca apoyada en el respaldo del sofá. Los niños se aburren y me han pedido poner la tele, pero les he dicho que no puede ser. Su padre sigue ahí, con su cara extraña, que parece pedirme cuentas. Me pregunto si se me aparecerá todos los años por estas fechas. Dicen que ocurre eso con los que mueren en esa aciaga noche sin la bendición. Son almas perdidas, condenadas al purgatorio, que vuelven a reclamar un sitio entre los mortales.

Para distraer a los niños, he sacado el rosario. Igual así consigo espantar el espectro de mi Pepe y se va del todo, para siempre. Mi suegra, que resoplaba hasta hace un segundo, se ha sumado al primer rezo y aprovecha cada pausa para hacerse notar con un gemido, una imprecación o un estornudo. Por la ventana llega el sonido de pasos apresurados de los que vuelven.

La misa debe estar acabando ya. Pronto vendrá el sacerdote. No creo que las plegarias hayan servido para nada. Los niños se han cansado enseguida y la abuela no ha parado de incordiar. Ahora, para mí, empalmo padrenuestros y avemarías sin orden y concierto, mientras Pepe me sigue mirando con su cara hinchada y morada.

El timbre me despierta de mis ensoñaciones. Los niños y la abuela vuelven rápidamente al sofá. Las primeras vecinas me dan un pésame muy sentido y cabecean frente al muerto. Qué desgracia más grande, dicen, con lo buen hombre que era. Un rumor creciente se concentra en la puerta. Las visitas pronuncian las típicas frases hechas, se quedan un rato y se van. Algunos se atreven a preguntar. Otros, no saben qué decir y, simplemente, te abrazan o te besan. El cura parece que no va a llegar nunca.

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