31 julio 2011

El reino de la sombra


El paseo marítimo tiene farolas cada cuarenta metros, una iluminación irregular e insuficiente que crea amplias zonas de íntima penumbra. En una de ellas, queda una caseta de baño, instalada provisionalmente en la arena, perteneciente a la muestra de arte temporal que todos los años viene con el FIB.

Más que sus colores, disueltos en la sombra, nos llama la atención un movimiento sigiloso a su alrededor. Advertida mi chica, no dudamos en acercarnos para ver qué ocurre y nos da tiempo a comprobar cómo una pareja desaparece tras la puerta.

Entre asombrados y divertidos nos acercamos a la caseta, y cuando llegamos a tan sólo unos metros, sentimos la necesidad de quedarnos quietos frente a la entrada, cogidos de la mano, como si un rayo de hielo nos hubiera congelado en ese mismo instante.

Al poco, vemos llegar más parejas y oímos cómo se colocan detrás de nosotros, formando una fila cada vez más larga, una secuencia silenciosa que conduce al mar. Una vez situados, todos los miembros de aquella extraña hilera permanecen en un silencio tal, que se oye con toda claridad los gemidos de la pareja que continúa adentro.

Las muestras de placer de los amantes son cada vez más frecuentes y efusivas, pero nadie dentro de la fila osa realizar ningún comentario. Todo el mundo sigue en su sitio, amarrado a un muelle imaginario. Cuando, de repente cesan los gritos de la pareja, mi chica me estrecha la mano con fuerza, mostrando de esa forma silenciosa la impaciencia que, sin duda, siente.

A pesar de la oscuridad y el encogimiento de los ocupantes de la caseta, nada más abrirse la puerta, acierto a ver un rubor en sus rostros más acorde con la pasión que con la vergüenza y pronto sabré por qué: puertas adentro no existe nada del lúgubre aspecto de la fila paciente. Es justo lo contrario, un espacio que invita al movimiento sensual, al juego erótico de susurros y caricias, de salivas y mordiscos que incitan a los gritos.

Nos dejamos llevar por esa pasión ajena a lo que sucede afuera, a esa sucesión de la nada expectante, como si nos encontráramos dentro de una cabina opaca e insonorizada. Cuando terminamos, la observo a ella. Tiene la cara enrojecida y los ojos brillantes. A mí también me arden las mejillas.

Nos vestimos despacio. Al salir, cabizbajo, observo como la chica de la siguiente pareja aprieta con fuerza la mano de su chico. Desaparecen por la puerta y la fila, inapreciablemente, se mueve unos centímetros hacia adelante. Para entonces, las olas empiezan a lamer los talones de los últimos de la hilera. Salimos al paseo y, poco a poco, entramos en el dominio luminoso de la siguiente farola. Desde allí, no es posible ver nada de lo que está ocurriendo en el reino de la sombra.

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24 julio 2011

Esa suciedad que no se va con nada



Anoche tuve un sueño. La vieja granja de cerdos, situada al otro lado de la autopista, estaba en obras. Pregunté y me dijeron que la iban a convertir en un hotel rústico. El edificio ya fue en su día una construcción con pretensiones, excesiva en adornos para mi gusto, como si quisiera negar lo que albergaba dentro o evocar un pasado de más noble naturaleza que nunca existió; pero el mal olor ya se encargaba de desmentir la grandeza del establecimiento mucho antes de llegar y, cuando alcanzabas su puerta, la suciedad enterraba los restos del engaño.

Recuerdo que me preguntaba en el sueño cómo conseguirían quitar toda aquella mugre y ese olor penetrante tan desagradable. Me parecía tan imposible como eliminar la grasa de las manos de Lorenzo, el mecánico, que tiene las uñas cercadas por una costra negra de años y los surcos de su piel agrietada, rellenos de una maraña de hilos grisáceos imposible de desenredar.

Esos mismos dedos gordezuelos y resecos, dañados por esa suciedad que no se va con nada, son los que acarician a Marisa, la siempre bella y frágil Marisa, desde hace más de veinte años, y me consta que ella se estremece cada vez que lo hace con esa ternura, inimaginable entre tanta rudeza.

Cuando la observo, dichosa entre esa suciedad invisible a sus ojos, me pregunto qué clase de encantos harían atractiva la vieja granja ante sus nuevos huéspedes, qué pasión secreta conseguiría anular la vista y el olfato hasta el punto de olvidar que existen. Mientras pienso ésto, los albañiles han conseguido desguarnecer un paño, y ahora aparece desnudo, en piedra viva, con un aspecto granítico inusual en estas zonas. Nada que ver con la pared mugrienta de hace unos minutos.

Por la ventana se cuela el aire fresco y salado del mar. A mi lado, todavía duerme Susana. El sueño ha terminado. Como todos los días, siento la necesidad de ir corriendo al cuarto de baño, vaciar la vejiga, eliminar de mi cara esa fina capa de grasa acumulada y las molestas legañas. Oler a jabón de pastilla. Quizá esta mañana frote con más ganas y llegue a rincones menos frecuentados por el agua y el gel, aunque sé que es inútil: yo también tengo esa suciedad que no se va con nada, el hedor, inodoro para mí, que otros, por suerte, soportan.

Al silbido de la cafetera se levanta Susana. Se acerca, todavía soñolienta, y me da un beso en los labios. Hueles a limpio, me dice, mientras mira salir el café.

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17 julio 2011

El día que maté a Libélula Millán


Una capa de humo espeso difuminaba la luz de los potentes focos que enmarcaban el cuadrilátero, como el escenario de un teatro flotante y gigantesco. Alrededor, en la grada, se cruzaban rápidas las apuestas, los culos se removían inquietos dispuestos a saltar ante cualquier lance, las bocas interrumpían la salivación provocada por los habanos para proferir los peores insultos, y yo me encontraba en el centro de todas las miradas tratando de encontrar con mis puños el rostro de Libélula Millán.

El púgil seguía haciendo su juego, al que se debía su nombre, una especie de baile desconcertante que le situaba de pronto frente a mí y en cualquier otro punto lejano cuando me decidía a golpear su cuerpo aniñado y femenino. Él, por su parte, apenas conseguía alcanzarme con sus puñetazos, mal dirigidos y sin fuerza, que no lograban hacerme daño y apenas conseguían irritarme.

No era la frustración de errar el camino de su carne, ni tampoco la molestia de recibir sus inútiles picotazos, lo que desencadenó la cólera que llevaba dentro. Lo que me llevó al estado de locura posterior fue la belleza de sus movimientos, la armonía de su cuerpo deslizándose como el insecto que le daba nombre, frágil pero inalcanzable, ubicuo pero inasible, la hermosura femenina deslumbrando sobre el mundo turbio de lo masculino.

Cada vuelo de Libélula reducía mis pasos a una torpe secuencia de movimientos simples y estúpidos, acrecentando mi ira hasta límites desconocidos para mí. Alcanzado ese punto, lo vi todo claro. Sólo tenía que esperar un error o anticiparme a ese movimiento previsible que produciría el cansancio. Mientras tanto, simular que seguía en el juego, lanzando mis puños al aire grotescamente como un toro que embiste obstinado el mismo telón rojo de la muleta, expuesto con metódica reiteración, sin alcanzar nunca el traje de luces del torero.

Fue así como aplasté al insecto. De repente, lancé mi derecha con todas mis fuerzas sobre ese hueco, en el que terminó apareciendo la frágil sien de Millán, que se quebró como el ala de la libélula. Antes de caer, ya me abalanzaba sobre él para destruir lo que quedaba de esa belleza, más femenina si cabe, del cuerpo inerte sobre la lona, pero los jueces lo impidieron, separándome del mito que acababa de crear.

Y yo alcé los brazos, todavía furioso, sobre el cielo espeso, sin remordimientos, sabiendo que aquel era mi último triunfo en el ring, el cumplimiento de una misión secreta que nunca tendría más recompensa que la de conservar unos años más mi viejo mundo viril dentro del formol del viejo palacio de deportes, donde la presencia de tacones quedaba reservada a los asientos mudos, nunca al espacio encerrado entre las dieciséis cuerdas.
 
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09 julio 2011

Esa muerte algo más dulce


Al alzar la vista hacia los balcones estaba allí, la jaula cerrada y vacía.

- ¿Qué significa eso?- me preguntaste, sin disimular la desazón que sentías.

Hubiera bastado una puerta abierta para tener una hermosa metáfora de la libertad, pero en aquella pequeña cárcel no existían más resquicios que las separaciones entre barrotes, un espacio que se sabía batido por el viento frío de la noche, el mismo que debía haber conducido el alma del último morador por la empinada calle primero, y después por toda la Hoya de Huesca, hasta perderse por las primeras estribaciones de la Sierra de Guara.

El hecho de la muerte mecida por las corrientes de aire, esa libertad torpemente alcanzada por el simple devenir del tiempo, edulcoraba algo la triste realidad de las vidas robadas, de las ilusiones reprimidas a un lado de la verja, atormentadas por el trino lejano de los pájaros libres. Parece más dulce esa ausencia visible al borde del balcón, que la enterrada bajo aquel montículo de tierra por el que pasamos tan de vez en cuando, sobre el que improvisamos una cruz con dos ramitas cruzadas, que no tardó nada en llevarse el viento, ese mismo del que hablaba antes y que lucha impotente por liberar lo que quedará oculto para siempre.

La angustia que veo en tu cara demuestra que comprendes lo que la jaula significa y, aún así esperas, al mismo tiempo que temes, la confirmación desde mis labios.

- Ahí debió vivir un pájaro- me limito a decir.

Está bien entrada la noche, pero todavía muchas personas recorren la calle, cuesta arriba o cuesta abajo, como mecidos por ese viento caprichoso que nos bendice en vida, fuera de otras prisiones que las de nuestras propias carencias. Existencias inversas a la del ave prisionera, que dejaremos extinguirse lentamente, para terminar bajo una losa de mármol, a salvo del azar de la ventisca.

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03 julio 2011

Relatos y cuentos


A ti hace tiempo que no te escriben un relato corto y yo quisiera que me cuentes tu vida despacio, pero la noche no nos va a dejar tanto aire para gastar en conversaciones pausadas. Los acordes viajan a distinta velocidad por tu cuerpo y por el mío, a causa de ese ritmo interno que nos separa, esa distancia de siempre. Si cierras los ojos y te dejas llevar, igual te parece que bailamos como si dictáramos las notas conforme a nuestros movimientos y no al contrario.

Pero volvamos a los relatos que hace tiempo que no te escribo y a los muchos cuentos que te llevo contando. Historias que no crees, aunque digas que sí con la mirada y que me servirán, como mucho, para robarte un beso, el máximo premio que tu noche me concede.

Y después está la estética cruel del deseo. Cuerpos buscando un paraíso que creen no merecer, el edén entre dos grandes tetas o un culo glorioso, detalles de cuerpos perfectos, analgésicos sin receta para una realidad dolorosa y asimétrica. Almas que, para purgar una falta no cometida, se saben destinadas a un limbo vicioso, condenadas por el jurado de sus propias conciencias a una pena que es, en sí, el propio pecado.

A la mañana siguiente se escribirán esos cortos. Esos y muchos más. Con finales felices, incluso. Llenando folios y folios de realidades paralelas en universos superpuestos. ¿Qué es verdad y qué es mentira? Nadie realmente lo sabe, por lo que huelga preguntarse incluso por la veracidad de lo que aquí cuento.

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