31 octubre 2006

Encuentros con las ánimas


La niebla iba cayendo lentamente sobre la ciudad, aumentando la sensación de frío por efecto de la humedad reinante. Era la primera noche fresca de otoño, y había sorprendido un poco a los diversos grupos de personas que poblaban la calle, tras disfrutar de un día tan cálido y soleado como había sido aquel último del mes de octubre.

De hecho, tras la espesa capa superficial, situada a muy baja altura, que formaba la niebla, el cielo estaba totalmente despejado, y los rayos de la luna llena conseguían filtrarse en ocasiones a través de los escasos resquicios dejados por el denso tejido de las nubes.

Ella estaba de pie, muy erguida, casi inmóvil, bajo la luz de la farola, y la difuminada luz artificial resaltaba todavía más la blancura espectral de su rostro. No era muy alta, pero el largo vestido, bien ceñido a su delgado cuerpo, y la interminable cabellera azabache cayendo sobre su desnuda espalda, le hacían parecer más esbelta. Tenía los ojos de un azul muy claro, algo turbio, que parecían ajenos a la persona, perfectamente enmarcados entre los finos arcos de sus cejas y rodeados por una gruesa línea de pintura negra enlazada con la de las pestañas; la cara, formando un óvalo perfecto, diríase que levitaba sobre el largo y fino cuello, en el que destacaba un ancho lunar negro, y del que colgaba un sencillo crucifijo de madera, que caía provocador sobre las sugerentes curvas de su pecho, que el apretado corpiño se encargaba de resaltar. El maquillaje era sencillo, pero impactante; además del estudiado recerco de los ojos, los labios apenas resaltados, las largas uñas de las manos, y las bien recortadas de los pies estaban teñidos de un negro obsceno, que invitaba al pecado. Las manos, muy blancas, se veían surcadas de finas venas moradas, y apenas quedaba un solo dedo que no estuviera ocupado por algún anillo portante de símbolo esotérico. No se sabía si se había vestido para esa noche, o era la noche la que se adornaba para ella.

El anciano estaba sentado en un banco, renegando. Vestía ropas viejas, pero clásicas: una americana gris, un chaleco de lana del mismo color, camisa blanca lisa, y corbata del mismo color con finas rayas negras. Un sombrero de pana tapaba su cabeza, que se presumía ya con poco pelo y muy blanco, como así confirmaba su largo y espeso mostacho. Su cara era de tacto áspero, apergaminada, con múltiples arrugas y manchas de sol distribuidas por su superficie, formando el complejo mapa de su expresión. De la comisura del labio inferior colgaba un puro apagado, y la mueca grotesca provocada por sus aspavientos dejaba ver sus amarillentos dientes deformes, salpicados de manchas de tabaco y café.

A lo lejos se oían los gritos de niños que recorrían las calles, disfrazados, calabaza en mano, abordando a los transehúntes, y los apresurados pasos de la gente que llegaba tarde a sus citas, pues la hora comenzaba a ser avanzada.

¡Truco o trato!, ¡truco o trato!, gruñía el anciano. ¡Esta juventud lo tiene que copiar todo! Cualquier motivo, por serio que sea, es origen de alguna fiesta irreverente. En mis tiempos se tenía más respeto a los muertos; la gente no osaba casi a salir a la calle esta noche, y en los hogares se contaban historias terroríficas sobre las ánimas que salían con el propósito de adueñarse de los cuerpos de los incáutos que osaban retar su eterno descanso.

La joven le miraba, sin cambiar su hierática expresión, tentada de contestar al viejo, meditando si merecía la pena comenzar una polémica que prometía ser agria. Pasó por su cabeza un argumento, que creyó convincente, y finalmente se decidió a expresarlo, con voz lenta y pausada, remarcando cada sílaba, consiguiendo un estudiado acento de misterio:

Si usted tiene tanto miedo de las ánimas ¿cómo es que está ahí sentado? ¿No tiene temor a que se lo lleven? ¿Quién le dice a usted que yo no soy una de esas almas en pena, y le voy a llevar conmigo al infierno?

El hombre se le quedó mirando largo rato, fijamente, con sus vidriosos ojos marrones rebosando de ira, hasta que la joven no pudo resistir su provocadora mirada, y se giró, buscando, un tanto angustiada, alguna presencia protectora. Entonces escuchó la voz del anciano, que sonó más grave y amenazadora que antes:

Yo ya no puedo tener miedo, ya no puedo tener miedo.

La chica se giró de golpe y ya no vio nada; el banco se hallaba vacío, y una ráfaga de aire frío golpeó su cara. De repente, se oyó el frenazo de un coche, que se quedó a escasos centímetros de la muchacha.

¡Oye, que de poco te atropello! Cualquiera diría que has visto un fantasma.

Ella se giró, todavía blanca de espanto, pero aliviada al reconocer al conductor:

Pues, no te lo vas a creer.

6 comentarios:

  1. Anónimo9:02 p. m.

    Qué bien escribes y describes, Juanjo.

    Besos fuertes.

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  2. Es cierto, escribes genial. Yo he pasado miedo! Y no es coña...

    Por cierto, no he recibido visitas de ningún fantasma, gracias a Dios ;)


    Un beso

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  3. Anónimo1:07 p. m.

    llegue tarde a leerlo... Walpurgis, habría sido la noche adecuada...
    he sentido escalofríos (no miento), me encantan tus descripciones.. y tu curioso cuento.
    Un beso con admiración.

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  4. Enhorabuena por tu blog y por tus escritos. Un beso, Cris

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  5. Anónimo8:35 p. m.

    Precioso relato, Juanjo. Aunque tus anteriores comentaristas ya han citado su exquisita descripción de ambientes y personas, no puedo por menos de volver a admirarlos en este comentario, hasta el punto que, en alguna de la relecturas que he hecho, me parece casi un estudio (a la manera de esos estudios al carboncillo de los pintores)sobre la técnica decriptiva en literatura. ¡Todo un ejercicio de estilo, si señor... !

    Un abrazo

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  6. Anónimo9:27 p. m.

    ¿Qué decir sin caer en la repetición de los comentaristas anteriores?....que la imaginación unida a este estilo de descripción se convierte en arte. Un beso, mi escritor favorito.

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