
Las horas pasaban rápido; tanto, que sin darse casi ni cuenta el dolor volvió a aparecer lentamente, aunque Gastón no le dio mayor importancia, hasta que el cansancio del fin de la jornada se juntó con su dolencia.
Salió del despacho y ya era de noche, una noche fría y despejada, sin perspectiva de lluvias en las próximas horas, aunque eso nunca se sabía en París. Tenía cierta necesidad de recuperar el tiempo robado la jornada anterior, así que decidió sentarse a cenar en una cervecería cercana y degustar una buena pieza de carne, poco hecha, como a él le gustaba, culminada por un postre de crema hojaldrado. Apuró el último trago de agua, mezclado con las pastillas, y pidió un café, que degustó a pequeños sorbos, mientras esperaba que las medicinas hicieran su efecto.
La calle todavía estaba repleta a esas horas; gente de muy diversas clases y condiciones se cruzaban casi sin hablar, con los rostros cansados y serios. El debía poner la misma cara, pensaba, la imagen del agotamiento del primer día de la semana; pero no se quería retirar todavía. No deseaba volver tan pronto a su seguro encierro de las próximas horas, y aunque la vigilia de la noche anterior pesaba en su rendimiento físico, casi sin darse cuenta pasó de largo por el portal de su casa y enfiló la Rue Lepic hacia el Sacre Couer.
Al llegar al Moulin de la Galette sintió sus fuerzas flaquear; la ascensión se empinaba, y la calle ya no estaba tan transitada como en los anteriores tramos, donde la alternancia de tiendas de comestibles y de arte creaba un trasiego de gente variopinta. Haciendo acopio de sus fuerzas alcanzó la plaza du Tertre, y allí encontró de nuevo la calidez de la presencia humana. Los turistas observaban con interés las obras que los artistas creaban allí, en directo. Algunos se dejaban retratar, otros hacían fotos, o entraban a curiosear en alguna de las muchas tiendas de souvenirs. Al lado de la iglesia de Saint Pierre, un pequeño puesto ambulante repleto de alambiques de cobre, ofrecía vinos y licores a los viandantes.
Salió del despacho y ya era de noche, una noche fría y despejada, sin perspectiva de lluvias en las próximas horas, aunque eso nunca se sabía en París. Tenía cierta necesidad de recuperar el tiempo robado la jornada anterior, así que decidió sentarse a cenar en una cervecería cercana y degustar una buena pieza de carne, poco hecha, como a él le gustaba, culminada por un postre de crema hojaldrado. Apuró el último trago de agua, mezclado con las pastillas, y pidió un café, que degustó a pequeños sorbos, mientras esperaba que las medicinas hicieran su efecto.
La calle todavía estaba repleta a esas horas; gente de muy diversas clases y condiciones se cruzaban casi sin hablar, con los rostros cansados y serios. El debía poner la misma cara, pensaba, la imagen del agotamiento del primer día de la semana; pero no se quería retirar todavía. No deseaba volver tan pronto a su seguro encierro de las próximas horas, y aunque la vigilia de la noche anterior pesaba en su rendimiento físico, casi sin darse cuenta pasó de largo por el portal de su casa y enfiló la Rue Lepic hacia el Sacre Couer.
Al llegar al Moulin de la Galette sintió sus fuerzas flaquear; la ascensión se empinaba, y la calle ya no estaba tan transitada como en los anteriores tramos, donde la alternancia de tiendas de comestibles y de arte creaba un trasiego de gente variopinta. Haciendo acopio de sus fuerzas alcanzó la plaza du Tertre, y allí encontró de nuevo la calidez de la presencia humana. Los turistas observaban con interés las obras que los artistas creaban allí, en directo. Algunos se dejaban retratar, otros hacían fotos, o entraban a curiosear en alguna de las muchas tiendas de souvenirs. Al lado de la iglesia de Saint Pierre, un pequeño puesto ambulante repleto de alambiques de cobre, ofrecía vinos y licores a los viandantes.
La desordenada procesión de turistas terminaba en la inmensa iglesia del Sacre Coeur. A Gastón no le gustaba especialmente, pero las vistas desde allí eran espléndidas. Se veía prácticamente toda la ciudad iluminada, y a él le gustaba entretenerse localizando todos los lugares que le agradaban: los monumentales y también esos pequeños lugares escondidos, tesoros de buenos recuerdos, que solamente podía adivinar desde allí.
Volvió bajando por las calles empinadas hasta la plaza des Abbesses, y desde allí retomó el camino hacia la cama. Esta vez, el cansancio y los medicamentos le permitieron dormir de un tirón.