25 enero 2007

El final de la jornada


Las horas pasaban rápido; tanto, que sin darse casi ni cuenta el dolor volvió a aparecer lentamente, aunque Gastón no le dio mayor importancia, hasta que el cansancio del fin de la jornada se juntó con su dolencia.

Salió del despacho y ya era de noche, una noche fría y despejada, sin perspectiva de lluvias en las próximas horas, aunque eso nunca se sabía en París. Tenía cierta necesidad de recuperar el tiempo robado la jornada anterior, así que decidió sentarse a cenar en una cervecería cercana y degustar una buena pieza de carne, poco hecha, como a él le gustaba, culminada por un postre de crema hojaldrado. Apuró el último trago de agua, mezclado con las pastillas, y pidió un café, que degustó a pequeños sorbos, mientras esperaba que las medicinas hicieran su efecto.

La calle todavía estaba repleta a esas horas; gente de muy diversas clases y condiciones se cruzaban casi sin hablar, con los rostros cansados y serios. El debía poner la misma cara, pensaba, la imagen del agotamiento del primer día de la semana; pero no se quería retirar todavía. No deseaba volver tan pronto a su seguro encierro de las próximas horas, y aunque la vigilia de la noche anterior pesaba en su rendimiento físico, casi sin darse cuenta pasó de largo por el portal de su casa y enfiló la Rue Lepic hacia el Sacre Couer.

Al llegar al Moulin de la Galette sintió sus fuerzas flaquear; la ascensión se empinaba, y la calle ya no estaba tan transitada como en los anteriores tramos, donde la alternancia de tiendas de comestibles y de arte creaba un trasiego de gente variopinta. Haciendo acopio de sus fuerzas alcanzó la plaza du Tertre, y allí encontró de nuevo la calidez de la presencia humana. Los turistas observaban con interés las obras que los artistas creaban allí, en directo. Algunos se dejaban retratar, otros hacían fotos, o entraban a curiosear en alguna de las muchas tiendas de souvenirs. Al lado de la iglesia de Saint Pierre, un pequeño puesto ambulante repleto de alambiques de cobre, ofrecía vinos y licores a los viandantes.


La desordenada procesión de turistas terminaba en la inmensa iglesia del Sacre Coeur. A Gastón no le gustaba especialmente, pero las vistas desde allí eran espléndidas. Se veía prácticamente toda la ciudad iluminada, y a él le gustaba entretenerse localizando todos los lugares que le agradaban: los monumentales y también esos pequeños lugares escondidos, tesoros de buenos recuerdos, que solamente podía adivinar desde allí.

Volvió bajando por las calles empinadas hasta la plaza des Abbesses, y desde allí retomó el camino hacia la cama. Esta vez, el cansancio y los medicamentos le permitieron dormir de un tirón.

20 enero 2007

Recetas y farmacia

El cuadro es una obra de Juan M Valcarcel Obelleiro


El médico observaba aquel pie con asombro, aunque intentaba a duras penas que no se notara su estupefacción. La verdad es que nunca había observado un caso igual, y no se atrevía a confesarlo tan abiertamente; así que pidió tiempo en forma de pruebas y análisis, no sin antes recetar la correspondiente dosis de analgésicos para atenuar los síntomas y calmar las inquietudes del enfermo.

Toda esta representación tenía su culminación en una bien estudiada calma y una sonrisa tranquilizadora. Sin embargo, no consiguió los efectos deseados en Gastón, más ducho en estos asuntos, que lo único que deseaba era un diagnóstico, y veía claramente crecer la sombra de la duda, pues era evidente que iba a abandonar la consulta sin él.

Como el dolor pesaba más que la impaciencia de no conocer el origen de sus males, acudió a la farmacia nada más salir de la consulta, y después acompañó su dosis de analgésicos y antiinflamatorios al café y el cruasán que tomó, deprisa y corriendo en una cafetería, antes de incorporarse al trabajo.

El alto montón de papeles atrasados y el efecto de la química consiguieron que Gastón olvidara por unas horas que tenía una enfermedad misteriosa y desconocida, y la sonrisa volvió a aparecer en su rostro.

16 enero 2007

Insomnio


Gastón no pegó ojo en toda la noche; en la intimidad de la cama el dolor se hizo todavía más patente como un pequeño zumbido se apodera del silencio de la noche. Trataba de pensar en otra cosa, pero al cabo volvía al dolor; cambiaba de postura, y pasaba exactamente lo mismo; su cabeza le empezaba a doler también.

En el despertador, las horas no pasaban, pero él se obsesionaba más y más con el momento en que sonarían los fatales pitidos del despertador a medida que comprobaba que su descanso iba a ser insuficiente. La última vez que miró el reloj faltaba sólo una hora para que sonara, y no lo hizo hasta justo el momento en que su cuerpo parecía rendirse al sueño, hecho que contribuyó aún más a su sensación de cansancio.

No había querido mirar el pie en toda la vigilia, pero lo primero que hizo al levantarse fue dedicarle una observación minuciosa. La mancha, antes una pequeña extensión difuminada, era ahora una clara superficie morada que abarcaba todo el dedo gordo y estaba llegando al empeine; los otros dedos tenían ya cierto tono violáceo que indicaban idéntico mal. Al apoyar el pie en el suelo vio las estrellas; un dolor lacerante le recorrió toda la espina dorsal, desde la punta del pie hasta el arranque de la nuca.

Apenas podía apoyar la planta en el suelo, pues el movimiento basculante, que habitualmente realizamos desde el talón hasta los dedos, se interrumpía dolorosamente a mitad camino, por lo que optó por rigidizar su extremidad izquierda, empleándola como improvisado bastón.

Mal que bien consiguió asearse, vestirse y acercarse al centro médico más cercano, donde una larga cola de afectados por el frío y el fin de semana le separaban del diagnóstico de sus males.

Llamó al trabajo para avisar de su tardanza, y se dispuso pacientemente a esperar.

09 enero 2007

Lluvia en París


El invierno había llegado de golpe, sin avisar, rompiendo aquel largo otoño en mil pedazos. El mal tiempo parecía haber sorprendido a todos los habitantes de París, que bien corrían tiritando de un lado a otro de la calle buscando refugio de la lluvia, o, en cambio, observaban con cara de sorpresa como el viento y las gotas azotaban sus ventanas, como si fuera un fenómeno totalmente inusual en aquellos días de principios de Diciembre.

Gastón era uno de estos últimos. Había amanecido con un ligero dolor en el pie izquierdo, y con pocas ganas de hacer nada, tras una ajetreada noche deambulando por los callejones de Montmartre, y finalizando con un conato de incidente por unas palabras mal empleadas con una mujer en las cercanías de la plaza Pigalle.

Enfrente de la ventana miraba atónito los efectos del mal tiempo, espectáculo que apenas recordaba, desde que a finales del mes de Abril el último estertor del pasado invierno abandonara la ciudad.

No solía beber, así que no podía atribuir su apatía y malestar a un exceso de alcohol ingerido la noche anterior. Por otra parte, los momentos de tensión vividos al final de la misma se habían solucionado con alguna palabra más alta que otra, pero sin intervención de otro tipo de violencia. Así que a falta de otros síntomas, echó las culpas de su estado al maldito invierno que había llegado tarde, pero a traición, y atacando con todas sus fuerzas a su desprevenido espíritu.

En esos momentos le preocupaba más las pocas ganas de hacer nada que cualquier otra cosa, pues llevaba muchos meses llenando con mucha actividad y ganas de vivir todo su tiempo, y la repentina apatía significaba un final del ciclo vital más apasionante que había disfrutado en mucho tiempo.

Hoy, nada más levantarse ya sabía que tenía el día perdido, y no quedaba más remedio que dejar pasar las horas, esperando que el día siguiente escampara, pues las negras nubes del pesimismo habían invadido todo su ánimo. Cuando esto sucedía lo mejor era esperar, eso lo tenía comprobado, pero ese día existía un pequeño matiz que lo hacía todo diferente: la molestia en el pie. Ese dolor, que en un día cualquiera no hubiera dejado de ser un pequeño cosquilleo, se le iba a convertir en un insoportable tormento.

Sentía un ligero pinchazo, como el de un pequeño alfiler clavado en la punta del dedo gordo, que se introducía un poco más a cada paso, y parecía desvanecerse en reposo, hasta que un nuevo movimiento volvía a recordar a su paciente la realidad de la herida. Tras una larga inspección, Gastón no había conseguido detectar nada más que una ligera mancha difuminada bajo la piel, practicamente inapreciable, y que no parecía ser el origen de semejantes pinchazos.

Así que nuestro hombre se tranquilizó un poco, buscó distracción primero con un libro, y después con la televisión, consiguiendo adormecer la sensación dolorosa varias horas, hasta que el embotamiento de estar todo el día encerrado le devolvió su dolorosa realidad. Se levantaba, caminaba un poco y sentía aquel dolor punzante. Después se sentaba, y dejaba que desapareciera, hasta que la necesidad de moverse le devolvía el malestar. Poco a poco, el pequeño dolor se le iba apoderando, multiplicando por diez sus efectos, y apoderando de su ánimo, pues era lo único en que era capaz de pensar.

Para entonces el tiempo había empeorado, y ya era demasiado tarde para salir a dar una vuelta, despejarse y alejar de su cabeza la pequeña dolencia; así que recalentó algo de la comida que le había sobrado a mediodía, la devoró en un instante, y se dispuso a buscar entre las sábanas el único remedio que se le ocurría para sus males: el reposo.