
Sonó la última campanada y comenzó el previsto carnaval. Una bruma de confetis y guirnaldas se mezcló con el espeso y blanquecino humo.
El gentío se besaba y abrazaba como si hubiera terminado una guerra. Su círculo de conocidos era corto y estrecho lo que agradeció sobremanera.
Unos saludos de conveniencia y a consultar el móvil. El tráfico incesante de mensajes no iba con él. Se había dejado el teléfono en casa y ahora disfrutaba viendo una amalgama de cabecitas agachándose y dedos pulsando recelosos un montón de teclas a la vez.
Se echó un paso atrás para disfrutar del espectáculo. Nada provocaba mejor su sonrisa que contemplar a los hombres comportándose como ovejas de un mismo rebaño. Como ocurría en los partidos de tenis, cuando la multitud giraba la cabeza de uno a otro lado acompasadamente al ritmo de la pelota.
Pasados diez minutos, la gente fue recuperando lentamente sus posiciones. La orquesta subió el volumen, la pista se empezó a llenar, produciéndose la inevitable división entre los partidarios de agitar sus cuerpos y los empeñados en desplazar únicamente los cubitos de su copa, sólidamente anclados a la barra del bar.
Y por último estaban los especialistas en intentar cambiar las innatas posiciones de cada uno. Los típicos afanados en sacar a bailar a quien no lo desea, con mayor o menor fortuna.
Ramón gozaba observando como los dulces requerimientos se tornaban pronto en impacientes tirones de brazos, provocando los primeros enfados de la noche.
Hubiera disfrutado más si su mirada no estuviera buscando a una persona, que se resistía a aparecer por ningún sitio.
Cuando quiso darse cuenta, tenía junto a él una sonriente cara que le observaba paciente, sin saber como reanudar una conversación que se había interrumpido justo al terminar los postres.
Pero él se lo quiso hacer fácil. Se dejó llevar por su alegría serena, por su naturalidad, su franqueza. Sentía que a esa persona a la que acababa de conocer hacía sólo unas horas, sería capaz de confiarle los secretos más escondidos de su vida, los que más duelen. Se llamaba Marisa.
Ramón y Marisa hablaron, bebieron, rieron, cantaron, y, avanzada la noche, un poco cargaditos ya, salieron a bailar.
La pista empezaba a despoblarse. Había espacio suficiente para moverse sin tropezar demasiado, lo que le hacía sentir más seguro. A ella le costaba al principio seguir un poco sus pasos, algo más acelerados que la música, pero pronto consiguió adaptarse a él, sin intentar corregirle, por si se molestaba.
De repente, en uno de los giros, Ramón vio otra vez a aquella chica morena, impresionante, agarrada en posición algo más que cariñosa a un señor algo entradito en carnes y en años.
La imagen le impactó. Sintió un súbito ataque de celos, como un líquido amargo que sube desde el estómago hasta la garganta. Apenas pudieron terminar el pasodoble, volviendo apresuradamente a su antigua posición en la barra.
- ¿La conoces?, preguntó María.
- No, apenas. Coincidí con ella en un tren. No sé ni su nombre.
- Creía que la conocías más. El hombre que estaba con ella es el embajador del Reino Unido. Mi jefe.
- Jo, vaya casualidad.
Ramón terminó con su copa y con sus recuerdos de aquella noche en sólo dos nerviosos tragos.
Cuando despertó estaba en su cama, sin pijama, tapado con sábana y manta, y María le miraba cara de alivio y ojeras.
- ¿Estás mejor?.
- Que quieres que te diga.