
"Tardé un poco en asimilar la situación. Tan solo quería hacer una pregunta, y por toda respuesta me encontraba ahora con un cañón doble de escopeta a escasos centímetros de mi frente.
- ¡Pon las manos en alto!, dijo en tono seco y cortante, pero sin gritar, con la pasmosa calma de quien ya está acostumbrado a manejar esa situación, por violenta que parezca.
- No des un paso más o te arranco la cabeza, soltó sin pestañear.
Las palabras y los gestos afeaban el impresionante aspecto de la mujer, que no debía de pasar de la treintena, y a la que las duras condiciones del entorno no parecían haberle pasado factura, teniendo en cuenta que ella vivía allí, en la única casa situada en muchos kilómetros a la redonda, en medio del árido desierto australiano, junto a un caudaloso río aparecido por arte de magia.
Era una mujer deseable, de largos cabellos rubios, y tentadoras curvas, imaginables bajo la suave blusa que llevaba puesta. O me lo hubiera parecido así en otras circunstancias. Pero yo estaba agotado, a punto de caer al suelo extenuado, tras recorrer cientos de kilómetros en sólo tres días, sin apenas comida ni bebida; y estaba enfrente de su arma, enfrente de sus cortantes palabras, yo, que sólo quería hacer una pregunta.
- ¿Qué se te ha perdido por aquí?, preguntó con su amenazante expresión, sin bajar la escopeta ni un centímetro, sin dejar deslizar ni un maldito grado la mecedora donde estaba sentada.
- Sólo quería saber si el agua es potable. Necesito beber. Luego me iré; dije de prisa, tartamudeando de cansancio y miedo.
- Sí, es potable. Bebe y desaparece de mi vista.
Y eso hice; pegué grandes sorbos de esa agua cálida y dura a toda prisa, llené las cantimploras. "
Era una festiva noche de Agosto, y Adrián se encontraba entre los suyos, en su tierra natal, celebrando la fiesta de San Roque, como todos los años. Las noches empezaban a ser frescas, pues es sabido que, a partir de la Virgen de Agosto, el verano empieza su rápido declive; pero la calle estaba atiborrada de gente expectante por el comienzo del toro embolado.
Junto a él, en plena calle, se reunía la gente en corro, deseando escuchar la narración de la nueva aventura del héroe del pueblo. El disfrutaba rememorando sus sensaciones, los especiales momentos vividos, lo que hacía mucho más intenso y creíble el relato.
La tercera carcasa había sonado, el barullo de la gente aumentaba, las luces de la calle se apagaban, pero Adrián seguía contando con la especial pasión que ponía en ello, cerrando los ojos, alzando las manos, contrayendo su cara en muecas de terror, o de ira...
"Después cargué la bicicleta al hombro, y traté de cruzarlo; pero era más profundo de lo que pensaba, y mucho más turbulento de lo que mis fuerzas podían soportar. Cuando el agua me llegaba a la altura del pecho, intentando salvaguardar a toda costa las partes metálicas de la bicicleta, un furioso remolino me desequilibró, y caí.
La siguiente imagen que recuerdo es mi lucha desigual contra el torbellino, en busca del aire que empezaba a faltar en mis pulmones.
Desperté en la cama de aquella casa, con la mujer mirándome a la cara con sus grandes ojos azules abiertos de asombro, como si ya no esperara que otros ojos pudieran encontrarse con los suyos tan cerca. Se le notaba avergonzada de su comportamiento anterior, y quizá atribuyera mi actitud ausente e inmóvil a alguna modalidad de despecho; pero yo lo único que tenía era pura fatiga.
Tras una semana de mimos y cuidados recuperé gran parte de las energías perdidas, y ella creyó cumplir su estancia en tan particular purgatorio; así que me dio puerta, con algo más de amabilidad que días atrás, y algunos utilísimos consejos para procurarme comida, bebida, y protección frente a los temibles dingos. No hubo lugar a escarceos ni romances; y no porque la mujer no los mereciese, sino más bien porque existía una extraña química que nos separaba, una intuición por parte de ambos de que nos iba a ir mejor manteniendo una prudente distancia.
Quedaban todavía varias jornadas de pedaleo bajo el implacable sol, frente al árido viento, y no diré que no fue duro, pero tampoco pasé en momentos apuros suficientes para que viera, siquiera de lejos, fracasar mi proyecto, y tuviera que volver con la amarga desazón de la derrota. Llegué triunfante a Sidney, y allí fui entrevistado por las habituales cadenas de televisión, siempre dispuestas a convertir en noticia las excentricidades del que os habla."
Adrián terminó su relato, sin ni siquiera percatarse del grito unánime del público. Ahora se encontraba solo, enmedio de la calle, escuchando su nombre en gritos que se confundían con los últimos episodios de su viaje en el interior de su mente. Gritos que le llamaban, que le avisaban, gritos de angustia, de pánico.
Se giró, y frente a él vio la mirada negra del toro, su frente poblada de un enmarañado pelo negro, del que caían grandes gotas de sudor provocadas por las dos ardientes antorchas sujetas en ambos vértices de su cornamenta. Vio la mirada negra del toro, y pudo captar su impaciencia, su amergura, su ira.
Los dos ojos negros enfrente de los suyos le recordaron los del cañón de la escopeta, y sintió flaquear sus piernas. Lentamente comenzó a alzar los brazos, mientras decía:
"Sólo quería saber si el agua es potable. Necesito beber. Luego, me iré"