
Las reuniones a última hora de la tarde se fueron haciendo cada vez más frecuentes y extensas. Me perdonaréis si no puedo explicar de qué hablábamos, las líneas de investigación que seguíamos, el proceso deductivo que debía llevarnos a la solución del enigma. No recuerdo esos detalles; aunque podría describir con precisión la ropa que llevaba en cada visita, recuerdo cada mirada, cada sonrisa, cada gesto; y mi ansiedad, el deseo a duras penas reprimido, las ganas de abalanzarme sobre ella, de romper la invisible barrera.
Las visitas eran largas, excitantes, intensas, sí; pero totalmente infructuosas. Un mes después de la primera nos encontrábamos en el mismo punto inicial, sin tener realmente una buena pista que seguir. Habíamos investigado sobre familiares, amigos, personas agradecidas, y otros posibles deudores de Pernales; pero nadie parecía tener suficiente apego al legendario bandolero para tomarse la molestia de dejar un manojo de rosas sobre su tumba cada aniversario. En cualquier caso, mucho temía yo que el verdadero autor gustara de un anonimato similar al del célebre marido con su cantado ramito de violetas.
El tiempo pasaba, Julio terminaba entre calores asfixiantes y pasiones a duras penas ahogadas en cubatas con hielo abundante y duchas frías. Cristinas, Jaimes, Joaquines y Anas habían celebrado ya sus onomásticas, y las Martas estaban ya en vísperas. Los recursos se agotaban, las ideas cerraban las maletas de sus inmediatas vacaciones. Los dos sabíamos que la única forma fiable de averiguar la verdad era verla con nuestros propios ojos; y para ello era necesario estar allí, sentado en la misma tumba, desde el ocaso hasta que los rayos de sol comenzaran a perfilar las primeras sombras.
A pesar de ello decidimos apurar las últimas tardes juntos persiguiendo pistas falsas, riendo teorías absurdas, apostando sobre posibles autores; y en mí fue creciendo una inquietud: la certeza de que estaba apurando las últimas horas con Concha; que, después del cementerio, ella me abandonaría junto a su misterio. Yo quería saborear esas horas despacio, intentar retener el tiempo como quien trata de conservar el agua en la concavidad de la palma de una mano; pero se me escurría entre los dedos.
Los granos de arena del inmenso reloj de mi vida se deslizaban veloces por su tarado orificio. Debía detenerlo como fuera, y la única oportunidad se me antojaba oculta entre cipreses durante esa esperada noche de vísperas.