
Valentín Abarcas y José Luis Cupido quedan todos los viernes, sin faltar uno, para tomar unas cervezas en las tascas. Llegan temprano, antes de que los bares se atiborren de gente, y se sientan siempre en la misma mesa.
Ernesto, el dueño del local les atiende personalmente porque ya son muchos años, y tras saludarles les pregunta "¿Qué va a ser?" siempre muy profesional, a pesar de que sabe de sobra lo que va a ser. Porque Valentín y Cupido, aparte de amigos, son hombres de principios; o quizá sean ángeles de principios, pero ellos no lo saben. Piden sus cervezas, se reclinan en las sillas, echan una ojeada al personal del local, y se sueltan un "¿Cómo va todo?" para comprobar que no hay ninguna novedad destacable, y las que hayan irán saliendo durante la charla.
Siguen ese ritual desde años o siglos, quién sabe, con ligeras variaciones, y después la conversación les lleva por otros derroteros; pero los dos piensan que los comienzos son importantes, y no hay ninguna necesidad de cambiar estos rituales sencillos de probada eficacia.
Hoy, sin embargo, aunque no es viernes, han quedado, pues ambos comparten fecha de onomástica. Para esta cita no valen costumbres ni gaitas, y va a salir como salga, que es como salen las grandes cosas.
Las cervezas duran hoy menos en sus vasos. Están extenuados por el exceso de trabajo de la jornada, y los nervios les hacen apurar las copas antes.
Valentín es soltero confesional, y Cupido un hombre felizmente casado. Los dos entienden el amor a su manera, y mantienen discusiones sobre el tema, sin dar nunca uno la razón al otro. El calor del alcohol aviva las llamas de la disputa, y, de pronto olvidan que en la tasca tendrían mucho trabajo si no estuvieran descansando. Mientras uno defiende su amor libertino, sin prejuicios ni compromisos, el otro apuesta por la vida tibia y placentera del hogar y los niños, recriminándole su forma de actuar.
Valentín sonríe y se queda mirando el culo de una rubia que le da la espalda.
- Mira, por una vez te voy a hacer caso, pesao. Ahora, pronto, apunta una de esas flechitas que tienes hacia aquella rubia de los vaqueros desgarrados.
Cupido, que no se lo puede creer, apunta, dispara con precipitación, y marra el lanzamiento. Repite el proceso un par de veces con idéntico resultado. Al final, Valentín le coge el brazo, lo detiene, y se levantan, tras comprobar que la última flecha ha pasado rozando un barbudo de metro noventa, ancho como un armario.
- Vamos, creo que ya hemos bebido bastante. Por cierto, ¿qué le has comprado a tu mujer?
Y a Cupido, de repente, se le va todo el color de la cara.
Moraleja: Creo que hoy El Corte Inglés cierra más tarde.