
Querida Montse:
No te extrañará que te escriba, sabes que me gusta compartir contigo mis inquietudes y esta es la forma en que mejor me expreso. No se me escapa que son excepcionales las veces que me lees, pero te recomiendo que esta vez lo hagas, aunque atenderme no entre en tu atiborrada agenda. Este texto será probablemente lo último que te escriba y pretende ser un resumen de los meses vividos contigo.
Nada más entrar en mi vida impusiste una estricta liturgia que ordenaba cada uno de nuestros actos sin dejar un hueco mínimo para la improvisación. Los actos ordenados, meticulosos, exactos, que fuiste introduciendo poco a poco, tenían siempre la recompensa del éxtasis más absoluto cuando eran correctamente ejecutados. La sofisticada combinación de placeres con la que me premiabas compensaba sobradamente el humillante preludio por el que necesariamente tenía que pasar.
Pero llegó el día en que decidiste terminar con esa sabrosa zarzuela para mis sentidos y continuaste exigiendo, sin embargo, el absurdo procedimiento para obtenerla. Recuerdo que me sentí como un niño al que arrebatan de golpe su mejor juguete.
Durante un tiempo seguí esperando. Cada día ponía más cuidado en ejecutar con mayor precisión cada uno de los movimientos que componían la repugnante coreografía de tu capricho, esperando siempre el regalo con la amarga sensación de haber cometido algún indetectable fallo. El premio, por supuesto, nunca venía. Tampoco ninguna explicación.
Nadie se asombrará si digo que con el tiempo dejé de esperar. Ahora, ya seca la saliva del perro de Pàvlov, tu sofisticada representación suena a la letanía de un rosario murmurado entre dientes, y tu imponente figura recuerda la de un pirata borracho saltando sobre la santabárbara de un barco en llamas.
Cuando leas esta carta comprueba que ya sólo ella te pertenece. He vendido todas tus pertenencias y sacado todo el dinero del banco. Me llevo lo que precisas, y lo que no, está ordenado por tamaños y colores en sus correspondientes cajones, como a ti te gusta. A las 10 en punto no tendrás la cena hoy, como acostumbras. Tampoco dejaré la llave del gas cerrada. Es más, he dejado abierto un quemador de la cocina y la puerta cerrada.
Espero que tengas la suficiente paciencia esta vez de terminar de leer lo que te escribo y no entres fumando a saquear la nevera. Son dos cosas tuyas que siempre me han molestado.
Hasta nunca.
El perro de Pàvlov