14 enero 2006

Trucos de cocina


La Navidad es un tiempo emocionalmente inestable, pensaba Ramón mientras encendía el fuego de la cocina. Incluso para él que era un hombre con muy poco apego hacia su familia y su tierra natal, una especie de apátrida incapaz de echar raíces en ningún sitio.

La vida le había llevado por esos derroteros desde bien pequeño. No recordaba una estancia duradera en ningún sitio. Su padre era militar de carrera, y la familia le había seguido en cada traslado. Justo cuando empezaba a encontrarse a gusto en una ciudad, se tenían que marchar. Este trajín de personas y localidades le había dejado buenos contactos, pero pocos amigos íntimos. Uno de estos últimos venía hoy a comer con él, un 25 de Diciembre.

Mientras preparaba el sofrito con pollo y conejo, cortaba la verdura mecánicamente en pequeños trozos, y su cabeza no paraba de pensar. Sentía cierta nostalgia y un poco de sabor amargo en la boca que no conseguía borrar con ningún tipo de bebida ni dulce.

Las diferencias con sus padres se habían convertido en insalvables hacía ya demasiado tiempo, años incluso, pero el olor especial que despedía el aceite de oliva al freír la carne, le recordaba los tiempos pasados en que se reunían todos alrededor de una misma mesa, y olvidaban las rencillas.

Sabía que esa paella no le iba a salir igual que las que cocinaba su padre en aquellos tiempos, a pesar de que los ingredientes habían sido seleccionados con especial cariño. La carne se la reservaban en una pequeña carnicería del barrio, donde le conocían, y le guardaban uno de esos pollos de corral, cebados con grano, algo más grandes y viejos de lo normal, que proporcionaban mayor sustancia al caldo, y un punto más de grasa al arroz.
La verdura era fresca, del mercado, pero aunque las judías verdes tenían buena pinta, no había conseguido encontrar tomates maduros, por lo que iba a necesitar añadir algo de azúcar para restarle acidez.
El aceite lo traía del pueblo cada vez que volvía por las fiestas. Tenía un color verde oscuro característico, y desprendía un olor a aceituna verde recién partida inconfundible cuando comenzaba a calentarse en el fuego.
Hasta el azafrán era natural. No le gustaba emplear colorante para la paella. Pensaba que aquellas ramitas mágicas le daban un pequeño toque especial al arroz, que sólo algunos paladares exquisitos como el suyo eran capaces de detectar.

Pero algo no terminaba de ir bien aquel día. Le echaba las culpas al agua de Madrid, tan blanda, tan diferente, tan difícil. Pero esta vez, siendo sincero consigo mismo, la única razón era su atasco mental, que le había dejado bloqueado demasiado tiempo.

Cuando sonó el timbre, se despertó de golpe, dándose cuenta de que faltaban muchas tareas por realizar. No había preparado la mesa, estaba toda la vajilla por fregar y el comedor por recoger.
Ofreció una cerveza a su amigo, que le ayudó a realizar estas faenas, y pronto la agradable conversación hizo que olvidara el sabor amargo de su boca, y lo que tenía al fuego.

Se percató de que estaba a punto de quedarse sin agua, y puso el fuego al mínimo, apurando los últimos minutos, pero al arroz le faltaba todavía un poco para estar en su punto. Así que recurrió al viejo truco de colocar una hoja de periódico encima de la paella para que el vapor que emanaba de la misma ayudara a terminar la cocción.

Buscó un periódico, y encontró, encima del mueble del comedor, el ejemplar que le había acompañado en su último viaje en tren. Separó un par de hojas al azar y las dejó caer encima de la paella. Esta vez tocaba la página de sucesos.

El papel pronto empezó a mancharse de aceite y humedad, pero antes de que se volviera ilegible, Ramón vio entre textos impresos ya borrosos el rostro de aquella mujer rubia, la presunta asesina del dirigente ruso, que sin embargo ahora, días después, le resultaba inusualmente familiar.

7 comentarios:

  1. Anónimo1:48 p. m.

    ¿Puedo repetir?

    ResponderEliminar
  2. Anónimo7:07 p. m.

    Vaya, vaya, vaya... "se me hace la boca a agua", como siempre que comienzas una de tus historias... Mmmm... a pesar de todo, ¡qué bien huele ese arroz...!

    ResponderEliminar
  3. Anónimo8:35 p. m.

    Es que tus relatos siempre dejan ganas de más, Reno. No porque sepan a poco, sino por lo deliciosos.
    Burton no, pero el otro... Así que ternura, lo que se dice ternura...

    ResponderEliminar
  4. Anónimo10:44 p. m.

    verdad que es gracioso lo de los partes de accidentes? a mi me pasa un poco lo mismo, hace tpo que lo lei no se en dónde, y siempre he intentado recuperarlo, me hace reir muchisimo. De repente el otro día apareció ante mí. No lo dudé, lo mejor es compartirlo.

    ResponderEliminar
  5. Anónimo9:43 a. m.

    Bueno... bueno... parece que empezamos a confluir... Al final este viajero tuyo, romantico incorregible, apasionado de los trenes, resultará ser ademas todo un Pepe Carvalho... jajajaja

    ResponderEliminar
  6. Anónimo4:52 p. m.

    Joder, Reno...me dejas con el alma en vilo con estas historias tuyas. Bonita descripción de la paella. Odio el arroz, pero mira, hasta se me ha abierto el apetito. Juassss.

    ResponderEliminar
  7. Anónimo7:15 p. m.

    Jejeje.
    Me encanta.
    Pero voy a ver qué encuentro en la cocina, que me ha entrado hambre...
    Una pena que seguro que no encuentre paella.
    Besos!

    ResponderEliminar