
El lunes atizó el ánimo de Ramón como un fuerte puñetazo en el mentón, tras el placentero final del domingo. La vuelta al trabajo no le sirvió para evadirse, todo lo contrario. La desagradable impresión de estar metiéndose hasta las amígdalas de las fauces del lobo volvió indigesta, como comida cargada de ajo y pimentón.
En su fuero interno quería creer que la historia de Sofía era una colección de embustes con algún dudoso fin. Prefería pensar que no existía un peligro real, que todo había sido inventado, y el único problema real existente era conseguir una colección de papeles de alguna oficina de inmigración.
Pero recordaba la actitud de la joven la noche del sábado, y le había parecido la de una persona realmente asustada, de alguien huyendo de un peligro cercano y efectivo, por lo que no podía descartar la existencia de algún asunto más delicado que un mero trámite administrativo.
La historia que le había narrado la mujer a la mañana siguiente tampoco terminaba de convencerle, porque del supuesto crimen no se hacía eco ningún medio de comunicación, y esa noticia es una de las que no dejan de aparecer en los rotativos, por muy desconocido que pueda ser el finado.
Ahora se arrepentía de haberse ido a dormir tan pronto, en vez de pedir las explicaciones en ese mismo momento. La información hubiera sido más espontánea, más fresca, menos meditada. Por lo menos tendría las cosas mucho más claras.
Sólo pretendía eso, saber a qué atenerse. En el fondo el problema en sí daba igual. Tras la jornada del domingo sabía que, pasara lo que pasara, iba a apoyar a Sofía sin importarle las consecuencias. Ya no pensaba dejarla escapar otra vez, aunque le arrastrara hasta las mismas puertas del infierno.
Para tranquilizarse en ese momento necesitaba averiguar la verdadera historia. Eso sí, discretamente, sin demasiados testigos que se pudieran ir de la lengua, y sobre todo, sin que Sofía sospechara nada.
Tras pensarlo mucho, dio con la persona adecuada, con lo más parecido a un detective o a un espía, pero de confianza, de mucha confianza. No sabía como no había pensado en ella desde el primer momento. Su fuente de información más fiable y discreta no podía ser otra que Marisa.
Claro que necesitaría usar toda su mano izquierda para no herir sus sentimientos, difícil tarea teniendo en cuenta la inteligencia y suspicacia que había demostrado la joven durante las largas conversaciones que habían mantenido durante el mes de Enero.
Lo que desconocía Ramón es que Marisa no le había enseñado ni la mitad de sus cualidades, precisamente porque en la discreción residía su mayor fuente de información. Todo el mundo le contaba sus confidencias precisamente por el hecho de que no las divulgaba. Era observadora y minuciosa bajo una apariencia de persona despreocupada. Pasaba mucho tiempo analizando la abundante información que pasaba por sus ojos y sus oídos sin que se notara lo más mínimo.
El único enigma que se le había conseguido resistir hasta ahora era el propio Ramón, pero todavía no había arrojado la toalla. Por eso sintió una pequeña agitación al ver el nombre de él en la pantalla del teléfono móvil, aunque el tono de la voz del hombre le puso enseguida en alerta. Siempre utilizaba un modo misterioso de exponer incluso los asuntos mas banales, pero esta vez los rodeos empleados en plantear la cuestión le estaban sacando de quicio. Aún así, aguantó las absurdas explicaciones con paciencia, tratando de adivinar por donde iban a venir los tiros, porque, eso sí, se notaba a la legua que iba a haber, y a capazos.
Aguantó un pinchazo hondo en su ánimo cuando Ramón le nombró a Sofía. Se le vino el alma a los pies. Claro que la recordaba. A ella y a él, antes y después de las uvas, en aquella fiesta de Nochevieja. Pero le mintió, simuló, con la mayor naturalidad que no había reparado en la muchacha.
Eso obligó a su interlocutor a dar más explicaciones. Tenía que recordarla, pues la tal Sofía se había pasado toda la noche bailando, y más que bailando con su jefe, el embajador. Pero ella se seguía haciendo la sueca. Así que al final, no tuvo más remedio que contarlo todo. En un arranque de valor le repitió la historia de Sofía, tal y como se la había contado ella, sin olvidar la supuesta muerte de su jefe.
- Imposible, Ramón. El embajador no estaba ya en España. Fue relevado de su cargo el día anterior, el viernes, y el sábado por la mañana cogía el avión de vuelta a Londres, desde donde iría a su nuevo destino. Yo mismo le compré el billete.
- Pero, ¿llegó a Londres?¿Pudo haberse quedado en Madrid?¿Por qué lo relevaron?
- No sé. Mi trabajo termina entregando los billetes. Lo que haga o deje de hacer después no es asunto mío, pero si quieres más detalles de mi aburrida vida laboral me tendrás que invitar a una cerveza donde siempre. Hablar por teléfono me da mucha sed.
Ramón aceptó la invitación. Aparte de la información que le pudiera facilitar tenía ganas de ver a Marisa, porque sabía que en ella se podía confiar, y en esos momentos necesitaba una persona en quien apoyarse.
Por otra parte, la muchacha sabía mucho más de lo que le había dicho, pero no se fiaba de los móviles, ni de las personas que tenía alrededor. Desconfiaba hasta de los cuadros y los floreros. Las embajadas son terreno de nadie, un centro de negocios oscuros e intrigas, y por allí deambula mucha gente con los cinco sentidos alerta para ver lo que puede averiguar. Lo tenía bien aprendido: en su puesto, ver, oir y callar.
Hacía tiempo que , por motivos obvios, tenía información privilegiada de Sofía y de las causas que se barajaban sobre la destitución de su jefe, pero sólo los contaría cuando estuviera totalmente segura de no ser escuchada.