
A Juan de Dios Rueda Román sus amigos le llamaban Juande Norio por sus nulas habilidades con el sexo contrario. Y eso que el hombre no era feo del todo, pero le entraba una especie de bloqueo mental inexplicable cada vez que alguna chica inundaba sus retinas. Aún así, salía de casa bien duchado, bien peinado, y perfumado, con la esperanza de que esa noche iba a ser la suya.
Una vez más no descuidó el menor detalle para salir de casa, a pesar de que la velada no invitaba al erotismo precisamente. Era la noche de Ánimas, y había quedado con unos amigos para visitar el monte de ese mismo nombre. Nada más llegar, le presentaron a una chavala de Valdeavellano de Tera, una pelirroja de largos rizos, ojos marrones muy grandes, labios carnosos y el universo de pecas en su cara. Se llamaba Susana.
Como en toda reunión esotérica que se precie no tardó en aparecer el escéptico, el hombre dispuesto a aguar la fiesta paranormal con sus reflexiones racionales. Esta vez, el papel denostado le correspondió a Susana, y su actitud irónica pronto aguijoneó el dormido ingenio de Juande, empeñado en contar historias cada vez más terroríficas. El caso es que una rama crujiendo allí, o una lata sacudida por el viento allá, servían de complemento perfecto al ritmo cada vez más intenso de la narración, consiguiendo que la aparente seguridad de la chica se fuera debilitando poco a poco.
Involuntariamente, quién sabe, Susana se acercaba cada vez más a Juande, a ritmo de sobresalto. Primero, una mano sobre su hombro, después un ligero apretón de brazo. Finalmente el tañido lejano de las campanas de Soria impulsó a la incrédula chica a los brazos del entusiasta narrador, que esta vez, inexplicablemente, se dejó llevar por un impulso irrefrenable de probar esos labios tan golosos.
Obligado era que la pareja buscara la intimidad necesaria, y como San Saturio quedaba cerca, el Duero venía manso, y la noche no era muy fría, Juan aprovechó el paseo para contarle a Susana la consabida leyenda de Bécquer, mientras se alejaban lo suficiente para librarse de curiosidades malsanas. Vertida ya la sangre de Don Alonso, los amantes buscaron un pequeño abrigo para saciar sus impacientes pasiones.
Vueltas ya las ropas a sus lugares, y los pasos al adoquín de las calles, la moza echó a faltar una prenda, que pese a buscar y rebuscar no aparecía. Debía de haberse quedado olvidada en San Saturio, o en las Ánimas, y la empresa de recuperar el objeto se parecía demasiado a la de la terrible leyenda. Ya eran muy pasadas las doce, y ya debían de ir a mazazos templarios contra sorianos.