
María Agustina nació en un cruce de caminos, en tiempos cambiantes y revueltos, y sus padres pusieron en ella grandes esperanzas.
Creció junto a los arrabales, humilde pero orgullosa, bella, sin adornos, frecuentada tanto por personajes de purísima sangre como por sencillos labriegos.
Junto a ella crecía un pequeño jardín, formado por altas palmeras y un gran ficus milenario sobre el que se abalanzaban oleadas de furiosos estorninos en otoño. A sus pies manó durante un tiempo una pequeña fuente, de aguas turbias y estancadas, que con el tiempo terminó por secarse y desaparecer.
De corazón grande, pronto su persona se convirtió en lugar de encuentro. Su casa fue lugar de cita de personajes tan variopintos como adolescentes febriles, abuelicos con boina, rebeldes sin causa, hinchas albinegros y romeros de pañuelo verde.
Su amor, dicen, fue disputado entre un tosco sindicalista, grande como un armario, y un gobernador de corte clásico, demasiado formal. Ella los mantuvo enfrentados muchos años, sin decidirse por ninguno, con una serenidad y elegancia a la altura sólo de las grandes damas, hasta que el orgullo de ambos terminó por quebrarse.
En su edad madura, María Agustina conoció, con gozo, como cada año la ciudad entera acudía a su encuentro, y, con gran estruendo, celebraba desde su misma casa el inicio de las fiestas fundacionales, vivió el derroche de alegría de la gente, el ruido atronador de los cohetes acompañado del olor a pólvora; y esa es una experiencia que marca.
Lo más singular de su vida fue, sin embargo, el extraño y anacrónico rito con que sus visitantes, desde el inicio de sus días, la homenajeaban, que consistía en girar incesantemente alrededor de su bella figura como buscan las agujas del reloj el final de las horas.
Poco a poco nuestra heroína fue perdiendo parte de su esplendor, el gobernador abandonó el cortejo, la ciudad escogió otros lugares para anunciar los festejos, y hasta los pájaros enflaquecieron en el asedio del milenario ficus; pero lo peor estaba por llegar: se ordenó a los todavía numerosos admiradores que la cortejaran según los modernos usos, invirtiendo el tradicional sentido de giro.
Desde entonces, ella ya no se siente admirada, querida, única. Nadie venido de lejos se detiene ante su presencia, pero sus queridos vecinos, en cambio, lo hacen bajando la cabeza, avergonzados por no poder rendirle culto como se merece. Piensa que la mediocridad se ha instalado en su vida, que ahora es sólo una más, una plaza nada más, a poca distancia de una vulgar rotonda.
Nunca conseguirá acostumbrarse porque, como todo el mundo sabe:
María Agustina no rode aixina!!!