“Tú
y yo podremos caminar juntos bajo ese manto estrellado”, me susurraba
desde su descapotable rojo, aparcado en la penumbra del paseo marítimo.
“Cuando
vivamos solos, lejos de esta mierda, seremos libres”, sentenciaba con
enojo. Señalaba entonces el techo que cubría la cama de sus padres,
donde yacíamos exhaustos, como si fuera algo más que una divisoria de
hormigón y escayola, que nos separaba de su cielo liberador.
No
ha perdido del todo ese discurso exaltado y cursi, a pesar de los años y
las circunstancias. Pero el cielo de París en Enero no abriga tanto
como los malditos cartones, esos que llama “braseros de libertad”,
cuando tiene una jarra de vino rancio que llevarse a la tripa y se cree
algo más digno que un clochard de los de Cortázar.
“Pasa
el tintorro y arrima la cebolleta”, le digo entonces, tiritando. Y deja
la literatura, me callo, con ese silencio cómplice de mis desventuras
por las cloacas del Sena. Entonces se frota con desgana sobre mi culo
frío, como pagando así las cuentas de lo que me debe, hasta que consigue
excitarse y moverse como lo ha hecho siempre, tan lejos de la libertad y
la poesía.
Adrián se acaba de quedar dormido, abrazado a su osito, como hace todas las noches. Yo lo miro con unos ojos, que todavía deben ser dulces, y reprimo mis ganas de besarlo y abrazarlo. Enciendo la lamparita para que no le asuste la oscuridad. El plafón perforado arroja una pequeña constelación de estrellas sobre el cielo raso del cuarto y la sombra de algunos peluches crece, como si de vigilantes emboscados se tratara. El sonido del chupete, al principio intenso y ansioso, se ralentiza poco a poco y, de repente, torna en la respiración tranquila y dulce que confirma la calma. Ya puedo salir de la habitación.
En la cocina me espera la sopa fría y la ausencia. Un triste trozo de queso con muy poco pan, no sea que mañana me grite la báscula y, de postre, una serie ya comenzada que terminaré de ver al día siguiente por internet. Lo justo para engañarme con migajas de una vida propia que hace ya mucho tiempo desapareció. Como también lo hizo el padre de la criatura, con aquella rubia gordita que parecía avergonzarse cuando tropezaba conmigo en el súper. No sé qué le daría esa furcia.
Las noches que me miro con cariño, todavía veo una mujer hermosa en el espejo. Un cuerpo deseable y un rostro atractivo, apenas surcado por esas arrugas de expresión, que hablan tanto de mi vida y de mi tiempo. Pero están esos ojos tan tristes, a los que torno cuando salgo de la habitación de Adrián. ¿Quién va a atreverse a cargar con tanta pena?
Antes de acostarme, vuelvo a entrar despacio en el cuarto. El niño sigue abarazado al peluche y el chupete se seca junto a su mano izquierda. Los vigilantes siguen en guardia, sin alterar las posiciones, bajo el falso firmamento. Todo está en orden.