
Rodeado de médicos y estudiantes, Gastón se sentía como una atracción de feria, una especie de mujer barbuda a la que había que investigar hasta el último brote de pelo nacido en un sitio diferente al habitual.
El amplísimo gabinete comenzó haciendo un examen minucioso de las zonas afectadas, de forma educada, pero molesta. Pedían permiso constantemente para tocar su piel, tomar muestras, realizar fotografías ..., para después continuar con el resto de la exploración, sin dejar practicamente nada de su anatomía que observar.
Estaba tumbado, dolorido y agotado, cuando empezó el debate. Cuesta trabajo pensar que entre tanto facultativo junto no hubiera coincidencia en el diagnóstico, pero así fue. Junto a algunas enfermedades por él conocidas, como la lepra o la soriasis, oyó el nombre de males que debían ser terribles, o por lo menos su nombre científico era para echarse a temblar, pero, una vez sugeridos por el profesional o el alumno aventajado, merecían la desaprobación unánime del resto.
La discusión se fue acalorando y la educación inicial olvidando. Los prestigiosos médicos parecían ya más interesados en desacreditar a sus compañeros de profesión que en demostrar que sus tesis eran las válidas, olvidando por completo que existía una persona angustiada escuchando. Por suerte, una persona caritativa se acordó de Gastón.
Era una mujer algo mayor que él, entrada en años y carnes, de rasgos suaves y redondeados, y de trato agradable. Aunque era una buena profesional, la vida no le había permitido alcanzar la eminencia de otros compañeros, publicando artículos y acudiendo e impartiendo cursos. A cambio se había quedado de responsable de laboratorio, cobrado su estable nómina con puntualidad, y atendido a sus hijos, que ahora ya eran mayores.
Se ofreció a acompañar a Gastón hasta su casa, empujando la silla de ruedas con la que le obligaban a desplazarse por las dependencias de la universidad: el paciente no estaba para más sufrimientos. Le preguntó por donde ir, y aunque quedaba algo más lejos, decidió coger el tren en la Place St. Michel en lugar de los jadines de Luxemburgo. Hacía tiempo que no recorría las callejuelas del barrio latino, y cada terraza le traía buenos recuerdos de su época de estudiante.
El calor empezaba a apretar y las parisinas habían abandonado ya los oscuros ropajes que las cubrían en invierno. Ahora, las escasas telas de vivos colores mostraban rincones ocultos de pieles blanquecinas tan sólo unos segundos, los suficientes para excitar la imaginación de los viandantes. Las propietarias de esos encantos los ocultaban y enseñaban con la cadencia de sus armónicos, exhibiendo siempre su provocadora sonrisa. Era suficiente para que Gastón recobrara la suya por un momento, y dejara de lado sus temores.
El amplísimo gabinete comenzó haciendo un examen minucioso de las zonas afectadas, de forma educada, pero molesta. Pedían permiso constantemente para tocar su piel, tomar muestras, realizar fotografías ..., para después continuar con el resto de la exploración, sin dejar practicamente nada de su anatomía que observar.
Estaba tumbado, dolorido y agotado, cuando empezó el debate. Cuesta trabajo pensar que entre tanto facultativo junto no hubiera coincidencia en el diagnóstico, pero así fue. Junto a algunas enfermedades por él conocidas, como la lepra o la soriasis, oyó el nombre de males que debían ser terribles, o por lo menos su nombre científico era para echarse a temblar, pero, una vez sugeridos por el profesional o el alumno aventajado, merecían la desaprobación unánime del resto.
La discusión se fue acalorando y la educación inicial olvidando. Los prestigiosos médicos parecían ya más interesados en desacreditar a sus compañeros de profesión que en demostrar que sus tesis eran las válidas, olvidando por completo que existía una persona angustiada escuchando. Por suerte, una persona caritativa se acordó de Gastón.
Era una mujer algo mayor que él, entrada en años y carnes, de rasgos suaves y redondeados, y de trato agradable. Aunque era una buena profesional, la vida no le había permitido alcanzar la eminencia de otros compañeros, publicando artículos y acudiendo e impartiendo cursos. A cambio se había quedado de responsable de laboratorio, cobrado su estable nómina con puntualidad, y atendido a sus hijos, que ahora ya eran mayores.
Se ofreció a acompañar a Gastón hasta su casa, empujando la silla de ruedas con la que le obligaban a desplazarse por las dependencias de la universidad: el paciente no estaba para más sufrimientos. Le preguntó por donde ir, y aunque quedaba algo más lejos, decidió coger el tren en la Place St. Michel en lugar de los jadines de Luxemburgo. Hacía tiempo que no recorría las callejuelas del barrio latino, y cada terraza le traía buenos recuerdos de su época de estudiante.
El calor empezaba a apretar y las parisinas habían abandonado ya los oscuros ropajes que las cubrían en invierno. Ahora, las escasas telas de vivos colores mostraban rincones ocultos de pieles blanquecinas tan sólo unos segundos, los suficientes para excitar la imaginación de los viandantes. Las propietarias de esos encantos los ocultaban y enseñaban con la cadencia de sus armónicos, exhibiendo siempre su provocadora sonrisa. Era suficiente para que Gastón recobrara la suya por un momento, y dejara de lado sus temores.