
Permitidme que haga un inciso para narrar algo sobre el personaje objeto de tan misterioso culto.
Francisco de Paula Ríos González, famoso bandolero, alias “el Pernales”, había nacido en Estepa (Sevilla) el 23 de Julio de 1879, y cruzaba los montes de la Sierra de Segura y Alcaraz en busca del puerto de Valencia, por itinerarios conocidos, aquel 31 de Agosto de 1907. Pretendía dejar tan arriesgada vida y comenzar una nueva al otro lado del océano; una mujer tenía la culpa.
No era la primera: la legítima, María de las Nieves, con quien había tenido dos hijas, le había abandonado a causa de los malos tratos que sufría, tanto ella como sus hijas. Porque Pernales era cruel y sanguinario en ocasiones, y en otras sabía ser generoso, especialmente con los menos pudientes. Así, para unos, era un cruel delincuente, sin compasión siquiera con los suyos; y para otros un justiciero, un moderno Robin Hood que reponía a los humildes lo que los orgullosos terratenientes les sustraían a diario.
Trato de componer una imagen de él, y lo imagino más bien bajito pero muy ancho de espadas; atlético pero no demasiado flaco; de facciones duras, agresivas, aunque algo matizadas por el rubio de su pelo y algunas pecas diseminadas por sus mejillas; vestido con ropas sencillas: pantalones y chaqueta cortas, camisa blanca, el inevitable chaleco; calzado con botas altas, casi hasta la rodilla; y tocado con un sombrero de ala ancha gris.
Quiero detenerme ahora en sus últimos minutos, en sus últimos instantes, ponerme dentro de su pellejo, adivinar sus pensamientos, sus deseos, sus temores. Iba en compañía de otro de su cuadrilla, apodado “el niño de Arahal”, cerca de Villaverde de Guadalimar, en el paraje conocido como el arroyo del Tejo. Habían parado a comer: estaban descansando. No creo que estuvieran confiados; los veo más bien tensos, escuchando cada ruido, cada sonido inusual; pero deseosos de alcanzar su última meta, tal vez comiendo deprisa, ansiosos por retomar el camino, por avanzar unos kilómetros más, por acortar la duración del largo trayecto.
Su paso por aquellos lugares no había pasado desapercibido: eran seguidos de cerca, más de lo que suponían, por guardias civiles experimentados, superiores en número y munición. Los imagino apostados, esperando el mejor momento para atacar, sus cuerpos sudorosos por el calor y el miedo, temiendo el combate final que podría acabar con los días de cualquiera; y también inquietos por una posible fuga, por si presa tan valorada pudiera zafarse a última hora del abrazo mortal que le deparaban.
El desenlace se me antoja rápido y violento; de una tensión cortante, sobrecogedora: las voces de alto: autoritarias, firmes; la respuesta rápida de los bandoleros, buscando sus armas con urgencia, escogiendo el objetivo, disparando sin apenas apuntar, rompiendo el silencio de la sierra con el sonido agudo de las balas; y la respuesta implacable, instantánea, quizá anticipada a los primeros fuegos de los proscritos.
Al final, su caída, alcanzado por dos balas ardientes, cortando sus carnes, quemando sus músculos, seccionando sus venas; y la sangre negra, viscosa, saliendo implacable, sin pausa, de su cuerpo; sus manos manchadas, intentando detener la hemorragia, cada vez con menos fuerza, con menos vida. Debió pasar sus últimos minutos luchando, sin esperanzas, por aferrarse a la vida, contra los que se la quitaban; pero con pena y dolor hacia los que dejaba aquí: sus compañeros, su amada, sus hijas; alternando dolor, odio y desesperación.
Tras la exposición de sus cuerpos, la ronda de identificación, el reconocimiento de los cadáveres, el Pernales fue enterrado en Alcaraz, y desde entonces nunca faltaron flores en su tumba al cumplirse cada aniversario de su fallecimiento. Hubo algún vecino que aseguró que el cuerpo enterrado no era el del bandolero, y años después corrió la voz de que finalmente había conseguido llegar a América, empezado una vida nueva con su nueva mujer, y terminado sus días de una manera tan común como poco novelesca: una vulgar pulmonía.
El enigma de las flores sobre la tumba del Pernales se mantuvo durante casi un siglo: ¿eran depositadas por una única persona que había transmitido de manera oral esa tradición en una especie de rito, o si se trataba de un grupo de personas agradecidas que, de forma separada e inconexa habían decidido honrar al bandido por antiguos favores realizados a sus ascendientes?
Sergio Bertomeu quiso averiguar la verdad, pero la suerte no le acompañó demasiado. ¿Tenía la misteriosa mujer la clave del enigma? ¿Debería esperar otro año para averiguar la identidad de los que homenajeaban la memoria del bandolero?