
Imagina ahora que empieza la lluvia. Llevas tiempo esperándola, mientras observas como las nubes grises se apoderan de todo el cielo. Te ha llegado un fuerte olor a tierra húmeda. Sabes que se acerca. La temes.
De repente, cae una gota en tu mano, dos, tres. Después, en tu cara, resbalando por las mejillas, como lágrimas. Más tarde, sientes tu pelo húmedo, pegado a las sienes. Ya no son gotas sueltas, no puedes contarlas.
Pasados unos minutos, el ritmo se vuelve constante, el sonido del agua al caer comienza a ser una melodía repetitiva, desesperante. Para entonces, ya tienes el extraño presentimiento de que no parará. Es una lluvia inclemente, sin prisa, que sabe esperar hasta el límite de la paciencia del mundo.
Seguirá cayendo, hasta acabar con tu esperanza de un cielo limpio, hasta terminar con el último murmullo de alegría. Y lo hará, además, con su demoledor ritmo constante, formado por notas solitarias, eslabones de un estribillo monótono, que se grabará en tu mente, que repetirás mecánicamente en tus sueños, en tus actos reflejos.
Pasarán días, semanas, meses de castigo implacable. Para entonces, ya sólo serás un muñeco roto, repitiendo siempre la misma letanía. El agua empezará a subir por los tobillos, por las rodillas, por las caderas, y tú no sentirás nada. Dejarás que te inunde con su chip-chip invencible, sin oponer ninguna resistencia.
El agua se apoderará de todo, lo destruirá todo. Tú, yo, todos nosotros, no seremos más que simples cadáveres flotando, o anclados en las profundidades, encerrados en nuestras moradas, mientras la lluvia sigue cayendo, imparable, con su cadencia perpetua, taladrando nuestro sueño eterno.
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