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Cuando volví ya no estaba; inquietud, impaciencia y ansiedad mezcladas en explosivo cóctel movían mis piernas en todas direcciones, y su traje blanco, esquivo, aparecía y desaparecía tras montículos de lápidas y nichos. El juego del escondite terminó junto al eterno lecho del bandolero. Su mirada me buscó ansiosa, todo su cuerpo parecía ofrecerse para que lo tomara allí mismo, sin mayor demora. Mis labios buscaron los suyos, cerrados los ojos, tratando de sentir intensamente el roce de la piel contra la piel.
Por suerte o desgracia, mis párpados se separaron justo antes de que nuestros cuerpos se unieran por primera vez, y lo que vi me sacudió como una descarga eléctrica. Su bello rostro se había convertido en algo monstruoso, un engendro salvaje de mirada sádica, dispuesto a devorarme. El pánico vino de golpe, el ramo se cayó de mis manos, un sudor frío recorrió la columna vertebral de arriba abajo, y, paradójicamente, en vez de salir corriendo para evitar el abrazo de la bestia, mi cuerpo, en un inesperado acto reflejo, quiso terminar el movimiento que había comenzado, estrechando el cuerpo deforme del espectro.
Fue entonces, en el preciso momento en que mis manos tocaban su cintura, cuando la figura de la mujer se desintegró, desapareciendo por completo. Tardé un poco en reaccionar, pero cuando lo hice, me vi a mí mismo enfrente de la tumba de Pernales, con el ramo de flores encima de la lápida, y entonces lo comprendí todo. Los instantes siguientes fueron de una especial clarividencia, como si, de repente, hubiera sido transportado a un estadio de conocimiento superior.
Es frustrante reconocer que has sido seducido por un fantasma, que un ser incorpóreo ha podido desatar los apretados nudos que aprisionan al rebelde prisionero de mis pasiones. Ella, Concha Fernández, ¡cómo no había caído en ello antes!, la amante de Pernales, la que quedó esperando en Valencia a la llegada de su amado para partir a otras tierras, era la autora indirecta de los misteriosos homenajes a la memoria de su hombre. Para ello urdía un ingenioso plan, que consistía en debilitar la resistencia psicológica de sus víctimas, desplegando a continuación todas sus armas seductoras, para lograr finalmente que otros brazos hicieran por ella lo que ya no podía realizar.
Volvieron a mi mente las últimas palabras de Sergio Bertomeu, la advertencia que en su día no supe interpretar. Intenté adivinar como fueron las últimas horas de su vida, y así las he contado al principio del relato. No debieron ser muy diferentes a como las he narrado. Él tuvo peor suerte que yo; su mente no pudo romper ese hilo invisible que separaba la realidad de la imaginación, y sucumbió a los caprichos de esta última. Muchos pensamientos cristalizaron en pocos minutos. No los contaré todos, pues no deseo cansar al lector con mis complejas elucubraciones. Creo que ya he narrado lo esencial.
Terminadas mis reflexiones, volví a encontrarme con la cruda realidad: flores sobre una tumba. Sentía que había roto un hechizo, una tradición mágica. De mí dependía que desapareciera para siempre. Solamente tenía que volver a coger el ramo y desaparecer por la puerta. Me quedé un momento mirando las flores bellas, cálidas, apoyadas sobre el mármol inhóspito, frío. Nunca me han gustado las flores del cementerio, esa especie de mezcla macabra entre ilusión y muerte. Por esa razón estuve tentado de levantar el ramo, y ofrecerlo a la primera persona que me cruzara por la calle. Pero hay razones que se nos escapan, razonamientos que no comprendemos, batallas dialécticas que se libran en el interior de nuestras conciencias, a las que parecemos totalmente ajenos, pero que guían muchas veces nuestros actos. En el armisticio de una de esas guerras debió de quedar escrito dejar las cosas como estaban, para constancia de la postrera victoria de mi bello fantasma.Así que dejé las flores sobre la tumba, recogí las cosas, me despedí del mundo de los espectros, y crucé el umbral de la puerta, como quien atraviesa una barrera invisible entre la realidad y la ficción, entre la muerte y la vida.
Al día siguiente algún rotativo informaría sobre el hecho, ya casi cotidiano, de la aparición de las flores, sin sospechar siquiera el mensaje oculto que escondían éstas, la pasión insatisfecha llevada hasta más allá de la muerte, el amor frustrado, la espera eterna.
FIN