
Nunca acepto una última copa, pero ese día hice una excepción.
Los siempres y los nuncas están para no cumplirlos, y ella sabía cómo cambiar un no por un sí.
- Una copa más. Bebe conmigo.- susurraba.
El rojo de sus labios se confundía con el cereza del vino.
- Venga. Sólo una copita más. Lo estás deseando.- miraba con deseo.
Sus pupilas se convertían en fascinantes caleidoscopios.
- La última y nos vamos. Lo prometo.- decía equívoca.
Su blanco cuello se descubría de los dorados rizos.
Anulada mi voluntad por sus encantos incumplí mi promesa: bebí de la copa.
Sus labios se confundieron con su pelo, con su cuello, con el vino.
Todo se mezcló en un torbellino gris difuso, mareante, turbio.
Mi torpe lengua apenas consiguió balbucear su nombre:
- Lucrecia...
En efecto, fue mi última copa.