19 octubre 2006

La dama de hierro (y VI)




















COMENTARIOS DEL AUTOR

Como sabéis, este relato está basado en la historia de Erzsebet Bathory, la condesa sangrienta, que vivió en la Rumanía de finales del siglo XVI y principios del XVII.

Me basé en principio en el libro "Locos de la historia", escrito por Alejandra Vallejo Nájera, que leí el pasado verano. Después he ido leyendo más textos sobre la condesa en diferentes páginas de la red, encontrando divergencias en algunos puntos, por lo cual es complicado saber cual es la verdadera versión de los hechos.

En mi relato, me he tomado la libertad de inventar algunos hechos, personas y situaciones, que quiero aclarar, no vaya a ser que alguien se tome los mismos al pie de la letra. En primer lugar, el nombre de la protagonista, totalmente inventado.

Alejandra Vallejo Nájera contaba en su libro que los soldados que descubrieron las mazmorras del castillo, encontraron una dama de hierro averiada, que ya no se utilizaba desde hacía tiempo. Por lo tanto, los libertadores no llegaron en ese preciso instante, como por otra parte hubiera sido mucha casualidad; aunque es seguro que encontraron a varias muchachas moribundas y algunas presas, por lo que alguna vida sí que salvaron en ese momento.

Algunos textos no mencionan a la dama de hierro, sino que hablan de un instrumento similar, consistente en una jaula con pinchos, colgada del techo, en la que la prisionera terminaba por ensartarse involuntariamente, derramando su sangre sobre otra muchacha vírgen y desnuda.

Tampoco coinciden las fuentes en la presencia de la condesa el día de las detenciones. Hay quien afirma que estaba en el sitio, y que fue detenida in fraganti; otros dicen que se encontraba en el castillo, pero la orgía de sangre y sexo se había producido la noche anterior; y por último algunos autores sostienen que estaba de viaje.

No he encontrado contradicciones en el juicio y sus castigos: la quema en la hoguera de sus dos ayudantes, y los tres largos años de cautiverio de la condesa entre cuatro paredes. También es probable que se encontrara el diario donde anotaba todas las características de sus víctimas, aunque, al parecer, quedó en poder del conde Thurzo, su captor, y no se ha podido nunca consultar el original.

Yo no creo probable que la mujer conservara su belleza dentro de los cuatro muros de su celda, sino que más bien había pocas mujeres en el castillo, y cualquier rudo soldado de guardia en un castillo semi-abandonado puede alucinar con una fregona, si le pones falda y tacones. Algo parecido pasa a partir de las 6 de la mañana en muchas discotecas, y nadie pone el grito en el cielo.

Con estas tiernas palabras doy por concluída la serie de "La dama de hierro". Sinceramente creo que no he cargado demasiado las tintas, y que la realidad fue bastante peor que mi relato, pero espero que este último os haya gustado.

18 octubre 2006

La dama de hierro (V)



Diez años después, mientras recorría de nuevo los lugares del horror, Anna Dimitrescu recordaba cada uno de los detalles de aquellos momentos dramáticos como si los estuviera viviendo en ese mismo instante, y se arrepentía de haber aceptado la invitación de visitar el castillo que le habían ofrecido sus nuevos moradores.

Algo le invitaba a abandonar cuanto antes aquel recinto, a pesar de ser perfectamente consciente de que el peligro real ya no existía, pues las viejas hechiceras fueron quemadas en la hoguera poco tiempo después, y la señora, la condesa Bathory, fue condenada a vivir el resto de sus días entre cuatro paredes sin ventanas, con sólo un pequeño hueco por el que introducir la comida necesaria para su supervivencia, hasta que la muerte se la llevó tres años después de comenzar su encierro.

El juicio también fue terrible; volver a recordar todas las escenas de sufrimiento, delante de la mirada amenazante de la señora, que jamás dió la sensación de estar vencida, y reiteró tercamente, hasta la saciedad, estar en su derecho, como noble que era, de sacrificar las vidas necesarias para preservar su belleza.
La prueba clave fue un cuaderno, hallado en el registro del castillo, donde estaban anotados los nombres y características de las 610 muchachas sacrificadas para lograr ese oscuro objetivo. No tuvo el juez valor suficiente para condenar a la condesa a suerte igual que sus sicarias, como hubiera merecido, aunque quizá fue más cruel dejar que su bello rostro se marchitara lentamente, y la juventud que quiso conservar eternamente se le fuera marchando, poco a poco, pero sin ningún remedio.

No obstante dicen que la belleza le acompañó largo tiempo, y era objeto de admiración por parte de sus guardianes, que la espiaban a través del pequeño agujero abierto en la pared. A su muerte, fue enterrada en el mismo castillo, pero al poco tiempo su tumba fue violada, y los campesinos mantienen que su alma poseyó la de un vampiro, que sigue cobrándose sus deudas de sangre entre las muchachas de la comarca.

Quizá fuera eso lo que intimidaba a Anna, y a pesar del buen trato recibido por los anfitriones, decidió abandonar el castillo antes de que el sol dejará de calentar las frías almenas, prometiéndose a sí misma no volver a poner el pie entre sus muros en lo que le quedara de vida, pues ya había sido demasiado vivir aquella pesadilla como para desear revivirla.

12 octubre 2006

La dama de hierro (IV)



La expectación domina el semblante de las tres únicas ocupantes de la sala mientras las sombras avanzan; las espadas preceden, desafiantes, a las personas que las blanden, mientras se introducen con mucha cautela en la ratonera.

Por fin puedo ver sus rostros, y suspiro de alivio al comprobar que no son los de mis anteriores verdugos. Al instante reconozco la divisa adherida a su armadura: son soldados del rey.

Lágrimas de felicidad brotan de mis mejillas cuando, con voz alta y clara ordenan: "Daos presas, en nombre del Rey", mientras se dirigen, sin bajar la guardia, hacia las dos viejas. Las brujas no oponen resistencia, ni siquiera osan desafiar con la mirada las órdenes de los soldados; pronto se ven con sendos grilletes sujetando sus muñecas por detrás de la espalda, caminando con desgana hacia la puerta de salida.

A mí me desatan, me cubren con un manto y abandono junto a ellos la estancia, con las escasas fuerzas que conservo, casi a punto de desmayarme, caminando paso a paso, lo más erguida posible, intentando enjugar las últimas lágrimas y reprimir las siguientes. Siento vergüenza de mí misma, humillación y vergüenza, pero la libertad está cerca, y todavía no me hago a la idea de lo que puede suponer eso.

Saliendo de las mazmorras observo con terror a mis antiguos torturadores: uno ya ha muerto, y el otro yace en el suelo, moribundo. Me impacta la expresión de sorpresa del primero, los ojos muy abiertos, incrédulos, y la herida en su costado izquierdo todavía manando sangre, oscura y espesa, que va coagulando lentamente. El segundo tiene una herida en el estómago, y su agonía es lenta; está perdiendo mucha sangre, y sus lamentos van acorde con sus fuerzas, prácticamente ya inexistentes, convertidos en susurros inaudibles.

En el patio de armas, los soldados del rey vigilan a los restos de la guarnición del castillo, y al personal del mismo, que permanece retenido mientras se realiza el registro minucioso de cada una de las estancias. Las dos viejas pasan a engrosar el grupo de los soldados vencidos, y el personal de cocinas vuelve a sus puestos, escoltado por un par de guardias, para preparar el avituallamiento de los numerosos ocupantes del lugar.

Parece que no ha habido demasiados muertos, pero el enterrador del castillo mira cabizbajo el trabajo que se le viene encima; aunque eso será después del interrogatorio al que le van a someter las autoridades, que ya le llaman para comparecer ante ellas.

Un pequeño hospital es improvisado juntando algunas habitaciones, y allí me envían junto a mis compañeras de cautiverio, para reponernos de nuestras heridas físicas. Las otras, tardarán más en cicatrizar.

Castillo de Csejthe
Enero de 1.611

La dama de hierro (III)



Un rápido y sonoro chasquido sigue a la liberación del resorte, y no puedo evitar cerrar los ojos y gritar lo más fuerte posible, esperando que mil cuchillas atraviesen y desgarren mi cuerpo. Pienso que el final será rápido, pero temo al dolor físico que me producirán los afilados puñales de la dama.

Su torso se abre en dos de golpe, produciendo una corriente de aire fresca que me golpea el rostro. Noto que algo se mueve, se acerca hacia mí lenta e inexorablemente, más despacio de lo que me gustaría. Deseo que todo termine en un instante, pero la máquina ha decidido prolongar la espera unos segundos más. Los pinchos están cada vez más cerca, casi los puedo tocar, van a introducirse lentamente, desgarrándome, provocándome una muerte dolorosa y una larga agonía.

Pero de repente, ¡Click!, otro chasquido ... La dama se ha parado, dejando sus mortíferos apéndices a pocos centímetros de mi piel. Escucho las maldiciones de la bruja, y los golpes de los soldados contra el artefacto. No lo puedo creer: todavía estoy viva. De momento.

Me atrevo tímidamente a abrir los ojos, y observo aterrada los afilados aceros esperando ahí delante, tan cerca, el fin de su cometido. Intento librarme de las ligaduras, pero es inútil, mi vida durará lo que tarden los hombres en solucionar el atasco que impide el avance del artilugio.

De repente se escuchan ruidos afuera, gritos, golpes. Algo sucede. Los soldados abandonan sus trabajos, echan mano al cinto, desenvainan sus espadas y las muestran delante de ellos en posición vigilante, abandonan la sala circular, y desaparecen por la puerta. Las viejas brujas cuchichean entre ellas, indecisas, si continuar con la tortura o esperar el devenir de los acontecimientos. Yo respiro, algo más tranquila.

Durante unos minutos, que se me hacen larguísimos, solamente escucho las maldiciones exclamadas por los contendientes, los golpes y el entrechocar de los aceros, los gritos al ser alcanzados por las espadas. Dentro de la sala, nadie osa decir nada, parece que las tres estemos reteniendo la respiración todo el tiempo, aunque un pequeño rayo de esperanza penetra poco a poco en mi espíritu.

Un par de gritos ahogados preceden un silencio más profundo, más intenso, más dramático, mientras dos sombras penetran por la puerta de la sala circular.

06 octubre 2006

La dama de hierro (II)



Flanqueadas por dos guardias, armados con puntiagudas lanzas, puedo adivinar a las dos brujas; sus figuras encorvadas y grotescas contrastan con las erguidas y altivas siluetas de los soldados. La señora no está, pero no sé si eso mejorará mi situación.

Toma la iniciativa la mayor, la veterana, la más vieja de las dos; por todo saludo me dirige un insulto, y una bofetada que me gira la cara del revés. Su mirada es una mezcla de sadismo y lujuria: sus pequeños ojos negros de rata brillan con malignidad, y sus arrugados labios se pliegan aún más en una mueca repugnante, en una sonrisa obscena, de humillación y de desprecio.

El recibimiento me indigna, me subleva, y reúno mis escasas fuerzas para escupirle en la cara, pero al instante siento el dolor intenso en el estómago, producido por un rodillazo, y el del acero abriendo mis mejillas: la sangre empieza a brotar abundantemente, y se mezcla con las lágrimas que manan de mis ojos en silencio. En silencio, sí, porque no pienso gritar ni gemir; no les voy a dar el placer de verme suplicar.
La bruja increpa al soldado: "Todavía no, imbécil, necesitamos su sangre, toda su sangre. No podemos desperdiciar una sangre tan noble: la señora la necesita"

Comprendo que voy a morir, que estoy viviendo mis últimos momentos, y postrada de rodillas con la cabeza envuelta por mis brazos, espero el siguiente golpe, que no tarda en llegar. Pero yo insisto en mi posición fetal, resistiendo los bastonazos que me propinan sin levantarme, sin apenas moverme, hasta que unas manos enérgicas tiran de mi pelo, arrastrándome por el asqueroso suelo durante un interminable recorrido.

El trayecto termina en una sala desconocida para mí hasta ahora: la planta circular, sin esquinas, el techo bajo y oscuro, agobiante; las paredes desnudas, sin ventanas ni claraboyas y tan sólo algunas argollas clavadas a media altura; el mobiliario escaso, apenas un sillón, una mesa y un banco para los espectadores; pero abundan los artilugios de tortura: un potro, látigos con las puntas de hueso, mazas, alicates, lanzas, torniquetes ... y al fondo una hermosa estátua, una réplica de la señora, con la mano derecha tendida, luciendo un anillo de oro rematado con un diamante, cuyo brillo atrae la atención de cualquier mirada.

El aire hiede, el suelo está impregnado de una negra y espesa capa mugrienta, y las paredes, apenas iluminadas por dos gastadas antorchas, se ven salpicadas por sospechosas manchas, que la oscurecen aún más.

La señora sonríe con su hierática sonrisa, y el brillo del diamante se mete en mis pupilas, dañando mi retina. Intento bajar los ojos, pero la punta de una daga me obliga a levantar la cara, a no perder de vista el resplandor. Los dos soldados me sujetan ahora, y me alzan, llevándome a rastras hasta la estatua.

Intento resistirme, echarme hacia atrás, pero una lanza me recuerda que no puedo retroceder, que seguiré avanzando hasta completar el mortal abrazo con la oscura dama. Puedo sentir el tacto frío del metal sobre mi desnuda piel, la lanza me empuja más y más hasta que mi cuerpo ya no se puede separar ni un milímetro de la piel de acero.
Mi cuerpo tiembla de frío y de miedo, y la voz de la bruja retumba en la sala:

- ¡Humíllate ante la señora, ingrata. Besa su anillo, estúpida!

Intento resistirme, pero la lanza me aprieta, desgarra mi piel, araña mi carne. Lentamente, temblando, me arrodillo, la luz brillante se incrusta en mi ojo, me aturde, y las lágrimas distorsionan aún más su reflejo.

Mi corazón se acelera, como si quisiera apurar sus últimos latidos, su sonido retumba en mis oídos, atormentándome aún más. Esta ahí, a tan sólo unos pocos centímetros, el final, mi final, pero mi cuerpo no quiere dar ese paso.

De repente, la mano huesuda de la bruja aprieta mi cráneo y lo empuja hacia la mano de hierro, obligándome a tocarla, desplazándola hacia atrás como movida por un resorte. Entonces escucho el golpe seco de un mecanismo al liberarse:

¡Click!

La dama de hierro (I)



Oigo rechinar las bisagras oxidadas de las puertas de hierro que me encierran.
Ya están otra vez aquí, ya llegan, y tiemblo de pensar que vienen a por mí.
En realidad, no tiemblo sólo de eso, también de frío, de vergüenza, de dolor. Jamás en mi vida he sido tan humillada como lo estoy siendo estos días. ¡Y pensar que mis padres, nobles de alta alcurnia, me enviaban aquí para completar mi educación, y adquirir la refinada cultura de las más prestigiosas cortes europeas!
Desde que entré solamente he soportado vejaciones; me han tratado como a una esclava, obligándome a realizar las tareas más duras del castillo; como a una fulana, haciéndome posar desnuda, en estancias frías, para luego azotar con duras vergas las partes más sensibles de mis carnes, hasta hacerlas sangrar, hasta verter esas gotas de líquido rojo oscuro, denso, que hacen enloquecer a la señora, y provocan las sádicas carcajadas de las viejas brujas de sus ayudantes.
Llevo tres días encerrada en esta húmeda y fría celda donde solamente me sacan para torturarme. Me obligan a comer, y después me desnudan, me golpean, y cuando mi piel adquiere un color sonrosado, clavan finas agujas para extraerme sangre; mi cuerpo es ahora un rosario de arañazos y heridas, que no terminan de cicatrizar, y mi piel se cubre, poco a poco, de sangre reseca. No me dejan dormir, y tampoco retiran mis heces, por lo que el ambiente es nauseabundo e irrespirable. Me siento débil, ¡tan débil e indefensa!
Sé que hay más compañeras; escucho sus lamentos y gemidos de dolor, y las oraciones a un Dios que no nos atiende, en forma de susurros siniestros, de ansiosas súplicas, de cánticos desesperados. Oigo sus gritos de terror cuando laceran sus carnes, y tiemblo de pensar que la siguiente puedo ser yo.
Estoy resignada, mis fuerzas ya me abandonan; deseo que este trance termine ya, abandonar el mundo de los vivos, acabar con el dolor, el frío y la humillación, pero me aterra el último trámite.
Oigo más cerca los pasos, han cerrado la última puerta. Todo está oscuro. Se han parado, oigo de nuevo el ruido de las llaves al chocar entre ellas, al introducirse en la cerradura...

¡Dios mío!

03 octubre 2006

Pesadilla real



"Intentaba tranquilizarse, ralentizar la respiración agitada, templar los nervios, dejar de escuchar los latidos de su propio corazón, pero era en vano; el terror se había apoderado de ella, y cualquier pequeño ruido del bosque aceleraba aún más su ajetreada circulación. Las nubes tapaban de vez en cuando la luna, creando nuevas formas, figuras diabólicas que parecían estar agazapadas, intentando abalanzarse sobre su presa; el rugoso tronco de las sabinas semejaba la áspera piel de ancianos dementes, ansiosos por arañar la suave piel de la princesa con sus manos de lija; los ojos de las lechuzas recordaban miradas de brujos perversos, observando el sigiloso movimiento de las bestias de la noche.

Las sombras se acercaban cada vez más hasta el claro en donde dormía, alargando las ramas del tejo hasta casi rozar las piernas de la muchacha. Entonces, la respiración se le cortaba, el ritmo cardiaco se contenía, y los segundos de espera se hacían eternos, hasta que finalmente una racha de viento ululante acercaba fatalmente las sombras hasta la cintura de la muchacha, agarrándola firmemente y apretando sus carnes.
"

En ese momento ella despertaba siempre; con una brusca convulsión expulsaba el aire retenido tanto tiempo, el corazón parecía estallarle de golpe, su respiración se aceleraba, y el sudor brotaba a mares por todos los poros de su piel.

Habían pasado muchos años, pero la pesadilla se repetía una y otra vez; y el rey la veía sufrir impotente, día tras día, a pesar de sus muchos intentos por solucionar el problema, de los múltiples tratamientos que había recibido por prescripción de los médicos más prestigiosos de ése y otros reinos.

Su rostro era todavía hermoso, aunque estaba surcado de finas arrugas, que reflejaban sufrimiento y salud precaria, haciendo más que nunca honor a su nombre: Blanca de las Nieves. Y eso que lo tenía todo: era reina de un apacible país que lo adoraba, al igual que su esposo, el Rey, y una corte de siete pequeños bufones, que algún personaje políticamente incorrecto bautizó como enanos, válidos para alegrar su espíritu tanto como para instruir a su numerosa prole en las diferentes artes y ciencias, que ellos dominaban.

Pero el veneno suministrado por su envidiosa madrastra le había dejado secuelas permanentes; no sólo las pesadillas del bosque, también algunas arritmias, taquicardias, y un tic en el ojo izquierdo que había puesto en apuros a más de un embajador extranjero.

La vida presente suele ser consecuencia de la pasada, y los sinsabores y penurias acaban pasando factura con el tiempo, que termina arruinando los momentos de gloria más perdurables. Parece más elegante y sano quedarse sólo con los buenos tiempos. No obstante, "Fueron felices y comieron perdices" me parece resumir demasiado en este cuento.