30 abril 2007

Nueva dinastía


El despacho del notario estaba situado en un edificio viejo, con escaleras de mármol, y ascensor antiguo, de esos que todavía conservan sus puertas de malla de hierro forjado. En el interior, los techos altos daban un aspecto señorial, que los pesados muebles terminaban de rematar. Como era de esperar, el titular de aquella actividad era de edad avanzada, o por lo menos sus cortos cabellos y su larga barba totalmente blancos así parecían confirmarlo.

La estancia era sobria, los muebles escasos; apenas una librería con varios volúmenes de cuero negro, todos iguales, y una amplia mesa de caoba rodeada de sillones de esa misma madera. Entre los muebles, el aspecto del propietario, y su hablar, lento y sereno, parecía imposible que una sola mentira se atreviera a deambular por la sala.

El notario, en contra de la extendida moda actual de resumir el contenido de las escrituras, procedió a su lectura desde la primera hasta la última palabra, de forma impecable, e incluso amena, si se puede concebir este apelativo para un texto de estas características. Conseguía, de forma misteriosa, que la atención de los presentes se concentrara solamente en sus palabras.

Habían pasado ya diez años desde la muerte de Gastón, y María Rosa asistía a posiblemente la última cuenta del largo rosario de visitas a tan honorable señor, desde que el primero le dejara todos sus bienes en testamento. Entonces, parecía que el capital del hombre se reducía a su casa, algunos ahorros depositados en el banco, una gran colección de libros, y algunos escritos propios. Pero durante este tiempo, habían fallecido varias personas, parientes lejanos de Gastón, que le donaban todas sus pertenencias. Parecía como si fuera él, el último de un desdichado linaje que se extinguía, el punto donde varias líneas convergían y terminaban su existencia.

La última en morir había sido su abuela, una venerable anciana a la que María Rosa había conocido años atrás en uno de esos entierros, y le había contado la historia de la familia. De los muchos nombres que habían aparecido en la narración de la señora, ella era la última en abandonar este mundo.

A pesar de todo, María Rosa no era capaz de imaginar que, tras el aspecto sencillo y campechano de la anciana, se escondía la propietaria de una de las mayores fortunas de Francia, emparentada con la mayor parte de la aristocracia europea, incluyendo varias casas reales, pero portadora de un veneno en la sangre, cuyo origen sí conocía, y que había acabado con la vida, primero de su abuelo, y después de su nieto.

Durante muchas generaciones, la familia de Gastón había decidido aceptar el reto de la maldición, pagando su precio, casando a sus hijos con gente de su misma condición, con tal de que aquella vieja gitana no triunfara en su tumba siglos después. Confiaban en que la ciencia, finalmente, terminaría ganando su batalla particular, y derrotaría a la superstición.

Así fue educada, desde pequeña, Doña Violante. Pero hubo un suceso que cambió su vida por completo: la muerte de su abuelo.

El viejo patriarca y ella se tenían un cariño especial, esa relación tan íntima que nace entre abuelos y nietos, fruto de la necesidad mutua de afecto y de la ausencia de responsabilidad directa en la educación. Cuando ella vio como el cuerpo del gigantón que tanto amaba empezar su declive, y terminar a los pocos meses entre dolores inmensos, algo se rompió en su corazón infantil. Renegando de todo en lo que había sido instruída, se juró a sí misma que terminaría con aquella maldición.

Inició primero la vía racional, investigando la enfermedad, buscando sus orígenes, sus posibles soluciones, pero el éxito se resistía a premiar su esfuerzo. El tiempo invertido en la búsqueda terminaría condenando a su nieto, pues su hijo se casó con la hija de un noble inglés, que había conocido en unas vacaciones de verano, sin que ella pudiera intervenir a tiempo.

A pesar de su fracaso inicial, Violante no cesó en su intento. Revisando los viejos documentos de la familia, fue recopilando los nombres de los galenos que los habían tratado, investigó en sus historias médicas, acumuló todos los datos encontrados, por absurdos e inconexos que parecieran. Y así logró encontrar el hilo que llevaba a la madeja de la salvación.

Paradójicamente, y a pesar de que todos los afectados eran de la misma familia, los médicos que habían estudiado la enfermedad no tenían continuidad como facultativos de la saga, algo bastante habitual en aquella época, en que los hijos y nietos de los profesionales solían heredar conocimientos y clientes. Sin embargo, la confianza depositada en aquellas personas y sus sucesores duraba justo el tiempo en que la enfermedad se cobraba una nueva víctima. Después del deceso, se retiraban o eran despedidos.

En cambio, entre los ayudantes de cada médico, siempre había un apellido que se repetía: Román. A la abuela de Gastón no le fue difícil localizar al último de la saga, el que había atendido a su abuelo. Todavía vivía, aunque se había trasladado a España, hacía unos años. Concretamente, a Granada.

Violante no dudó en fijar su residencia en la bella ciudad andaluza durante un tiempo, pero tuvo que envolverse en la capa de la discreción para no despertar recelos en la familia. Así pudo urdir su plan.

El dinero abre puertas, compra voluntades, tiene oídos y boca; y la mujer estaba dispuesta a invertirlo todo en conocer lo máximo posible sobre la familia Román. Diversos confidentes le fueron informando con detalle de todo lo que rodeaba a la numerosa estirpe: a qué se dedicaban sus miembros, su estado civil, sus costumbres, su reputación; dedicando especial atención a las mujeres solteras.

Tras muchas pesquisas, sus ojos se fijaron en una muchacha, apenas una niña, que parecía cumplir todos los requisitos: sencilla, alegre, discreta, inteligente y con una insaciable curiosidad, que la hacía destacar en todo lo que significara aprender.

Bastó con excitar la imaginación de la chica, y untar convenientemente los recelos de su familia con la dorada capa del dinero, para que María Rosa acabara estudiando en París, con una sustanciosa beca. Allí tampoco fue difícil propiciar un primer encuentro con su nieto Gastón, y, por suerte, un extraño magnetismo los convirtió en inseparables durante la estancia.

Pero ella tuvo que volver, y Violante creyó que su segunda oportunidad de salvar a su dinastía se esfumaba de repente. Ella había estado al corriente de todo, pero siempre en un segundo plano, de forma que nadie pudiera relacionarla con Gastón, y sacar conclusiones sobre sus verdaderas intenciones.

Sin embargo, cuando en el entierro de su nieto vio a la mujer y reconoció sus inconfundibles rasgos, Violante quiso comprobar si la semilla sembrada años atrás había dado su fruto, o había caído en terreno yermo. El aire cansado, la cara ojerosa, y la ligera curva de su vientre, de perfil, le hicieron concebir esperanzas, y unos meses después esas esperanzas se materializaron en un hermoso bebé, de pelo oscuros y grandes ojos azules.

6 comentarios:

  1. la moraleja de la fábula sería: no por raro cirtiques a alguien, sino que esta persona puede tener algo sumamente bello dentro, es más las personas que más me gustan son los que estan un poco locos y son los que más me enrriquecen.
    Buen texto, me gusta que puedas cambiar así como así de estilo.

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  2. Ummm... Interesante ;)

    Este ya es el final del final?


    Un besazo dulce!

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  3. Anónimo8:50 p. m.

    Tú sabarás lo que has hecho, paisano, dándole muerte al último de mis héroes... tú sabrás lo que has hecho.
    No sé si hoy darte un abrazo, por el mosqueo que tengo encima...
    (SONRÍO).

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  4. Anónimo8:26 p. m.

    Muchas gracias Juanjo!

    Eres un encanto de persona.

    Un beso

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  5. Anónimo5:50 p. m.

    final, final o hay mas sorpresas, un saludo.

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  6. MARAVILLOSO.
    me quito el sombrero y hago una gran y amplia reverencia...
    entiendo que este es el final, verdad?
    Gracias por la historia.

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